No tengo un trabajo fácil. Ni tantito. A veces siento que la gente me ve como el dentista, o peor. No valoran mis servicios, ni me aprecian. Muchos me tienen miedo y hacen cualquier cosa para evitar una cita conmigo. No los culpo, supongo que yo también preferiría ir al dentista. Solo no sé por qué eso me agüita tanto últimamente.
Dejo escapar un suspiro, resignada, y saco el teléfono para recordarme qué tengo en la agenda para hoy. Al abrir mi calendario, veo un nombre y una dirección:
David Cash
2931 Shady Grove Ave, Memphis TN
Tomo un momento para admirar este vecindario tan bonito a mi alrededor, siempre me hace bien disfrutar de la vista. A ambos lados de la calle se extienden unos exuberantes céspedes cuidados con esmero. A pesar de las temperaturas frescas de esta mañana otoñal, el pasto se mantiene tan magníficamente verde como siempre. Los miembros de la comunidad han de haber comprado alguna especie de hierba resistente al frío, seguramente por un precio elevado. Supongo que cuando uno vive aquí, en una casa que cuesta arriba del millón, puede darse ciertos lujos así.
Camino por la acera sin prisa, disfrutando del canto de los pájaros y del ligero frufrú de las hojas llevadas por el viento. Delante de un majestuoso roble centenario, un jardinero se empeña en limpiar la hojarasca del suelo con un rastrillo, llenando bolsas negras con ella y dejándolas al lado de la banqueta. Al cabo de unos segundos parece reparar en mi presencia, me saluda con una frase banal pero amable:
—Buenos días.
Le dirijo una sonrisa cortés, pero guardo silencio. Ya nos tocará hablar otro día, ahora simplemente no es el momento.
Al cabo de unos minutos llego al domicilio indicado, el número grabado en un lado del buzón lo confirma. Avanzo por la entrada, admirando la mampostería de la fachada y las hiedras que trepan de manera elegante una celosía. La mansión se ve imponente, pero tengo una corazonada de que está bastante vacía por dentro.
Ding dong.
El timbrazo hace eco por las lujosas habitaciones que me imagino se encuentran ahí dentro. Pasan un par de minutos sin que escuche ninguna respuesta. No pasa nada, la paciencia es una de mis virtudes. Toco el timbre de nuevo y preparo mi mejor sonrisa, aguardando serenamente al dueño. No tengo que esperar mucho más, por fin la puerta se entreabre revelando una cara ceñuda y arrugada.
—¿Sí? ¿Qué quieres? —gruñe el tipo.
—Buenos días. ¿Es usted el Sr. Cash?
Él arquea una ceja, desconfiado.
—¿Quién quiere saberlo? —Lo sacude una tos de fumador empedernido—. No te conozco, así que tienes treinta segundos para convencerme de que vale la pena comprar lo que diantres estés vendiendo.
—Bueno, diría que nos conocemos mejor de lo que usted cree, pero supongo que no importa por ahora. Y no quiero vender nada, solo vine para…
—Válgame, ya vi —interrumpe el señor, tosiendo de nuevo—. ¿Eres una de esos frikis, verdad? Otra testigo de Jehová que aburre hasta a las ovejas hablando de su salvador tan raro. Son peores que los vendedores.
Debo admitir, nunca había escuchado esa. Tengo que reprimir una risa.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Pues es obvio. No hay ningún carro en la entrada, solo veo una bici abandonada ahí en la acera. Y los únicos adultos que andan en bici en pleno siglo veintiuno, a parte de los malditos hipsters, son los testigos esos. Ustedes siempre van vestidos bien raro, además.
—¿Qué tiene mi ropa? —pregunto, un poquito ofendida. Llevo puesto un pantalón negro y una blusa blanca, mi pelo está recogido en un moño. Es un look profesional y perfectamente normal, según yo. Lo vi en una revista hace unos meses.
—No, no, no —refunfuña el vejestorio, ignorando mi pregunta—. No va a haber ninguna conversión hoy, ni aunque me ofrezcas tres esposas. Buen día —concluye con tono tajante, cerrándome la puerta en la cara.
Resoplo con frustración. Otro caso difícil.
¿Una testigo de Jehová? ¿En serio? No sé qué él estaba esperando. ¿A caso prefiere que me vista con una capucha negra y lleve una hoz grandota? Como si la gente no me tuviera suficiente miedo ya…
Bueno, tengo más trabajo que hacer, más personas que visitar. Siempre ando bastante ocupada, después de todo. Supongo que este tipo puede esperar un poco más.
***
Los hospitales siempre tienen cierto olor, y este no es ninguna excepción. No sé si sea por el desinfectante omnipresente, las bazofias cero antojables que siempre sirven en las cafeterías, o el tufo peculiar que desprenden los cuerpos de los viejitos. A veces creo que es otra cosa, algo más abstracto. Como la desesperación, o la soledad.
No me gustan los casos así. Los hospitales pediátricos siempre me dan cosita, para decir la verdad. Quizá sea por el curioso contraste entre los juguetes en los pasillos coloridos y las expresiones afligidas de los que suelen caminar por ellos. Pero pues, si les toca, les toca, y no puedo hacer gran cosa para impedirlo. Simplemente cumplo mi deber. Solo espero ayudarlos un poquito a mi manera.
Toc, toc, toc.
Me pongo a silbar una vieja canción, “Don’t Fear the Reaper”, hasta que alguien venga a la puerta. Me abre una mujer rubia de marcadas ojeras, una clara señal de que lleva días sin dormir sus ocho horas. Si no semanas.
—Hola, estoy buscando a Logan Hagen. ¿Es este su cuarto?
—Sí, soy su madre. ¿Eres una enfermera nueva? —me pregunta con voz áspera—. No te he visto antes.
—No, pero se podría decir que trabajo aquí. En varios hospitales, de hecho. Soy algo así como una voluntaria, vengo para levantarle el espíritu a los que están pasando por un mal momento. ¿Puedo entrar?
—Sí, claro —accede la madre, un poco sorprendida—. ¿Y quién te mandó, para saber a quién le debo agradecer?
Un silencio sepulcral traga su pregunta ignorada mientras me acerco a la camilla del adolescente enfermo. Tiene la cabeza rapada, las cejas ralas. Unos labios oscuros y partidos complementan su tez cetrina. Hace unos meses los médicos le diagnosticaron una leucemia terminal. Apenas había cumplido trece años.
—Hola, Logan.
Abre los ojos al escuchar su nombre.
—¿Quién… quién eres? —me pregunta con un hilo de voz. Puede que siga un poco desorientado después de la siesta inducida por la quimioterapia.
—Me gustaría pensar que soy una vieja amiga. Solo que aún no habíamos tenido el placer de conocernos en persona —le digo, dirigiéndole una sonrisa amable—. Tengo un par de preguntas para romper el hielo, creo que dicen mucho sobre una persona. Dime, ¿te gustan los superhéroes?
—Obvio.
—A mí también. ¿Cuál es tu favorito? El mío es Superman.
Una especie de chispa se enciende en su mirada.
—Pues, diría que Batman. —Carraspea y busca un vaso de agua, el cual le paso. Toma un sorbo—. Y detesto Superman, es el héroe más chafa que jamás hayan inventado. A parte de quizá el Green Lantern.
—Vaya, no me esperaba eso —contesto, que por supuesto es una mentirita—. ¿Qué tienes en contra de Superman?
—A ver, por dónde empiezo… Puede volar, ver a través de los muros y es a prueba de balas. Además de ser súper rápido y fuerte. O sea, tiene todo a la vez, el tipo es prácticamente invencible. Y por eso es aburrido, ya sabes que siempre va a ganar. —Bebe otro sorbo de agua—. A mí me parece que a los escritores les dio flojera. Tanto que para darle una debilidad, tuvieron que inventarse la kriptonita esa, de la nada. Unos novatos, si me preguntas a mí.
El chico está bien despierto ahora, sin duda. Era mi meta.
—Ok, vale. ¿Pero cómo puede ser Batman mejor que Superman? ¿Cuáles son sus poderes? O sea, ¿acaso cuenta como superhéroe? —le pregunto con tono ligeramente burlón. He lanzado otro anzuelo.
—Claro que sí. Puede volar por la ciudad, darle una buena paliza a los tipos malos, y tiene todo un arsenal de aparatos increíbles. Algo para cualquier situación.
—Vale, pero es un humano cualquiera, ¿no? Un mero mortal. ¿Qué tiene de súper?
—¡Todo! —exclama Logan, irguiéndose en la camilla—. Es precisamente por eso que me cae bien. Practicó durante años hasta ser un experto en las artes marciales, se inventó todos esos artilugios él solo. Nunca se rinde, e inspira a los demás a ser como él.
—Bueno, ahora que lo dices así… veo tu punto. Supongo que podemos seguir siendo amigos —le digo, bromeando—. Ahora que veo que te estás sintiendo un poco mejor, te tengo una propuesta. ¿Te gusta el ajedrez?
Saco un tablero de mi bolsa, colocándolo con cuidado sobre la cama.
—¿Cómo sabías? —pregunta incrédula su madre, que hasta ahora ha estado callada. Está sentada en un escueto sillón, visiblemente aliviada que alguien más esté compartiendo la responsabilidad de levantarle el ánimo a su hijo.
—Digamos que tengo mis fuentes —le digo con otra sonrisa astuta.
—Soy miembro del club de ajedrez en la escuela. Me encanta. Fue idea de mi papá, de hecho lo jugaba con él todo el tiempo antes de que…
De pronto las palabras que no llega a pronunciar se ciernen en el aire, como una neblina impregnada de incomodidad. Las enfermedades terminales pueden interrumpir muchas cosas, sobre todo cuando tus seres queridos no se atreven a pasar tanto tiempo contigo como deberían. Por miedo a pensar en que cualquier momento podría ser el último, y en el dolor que sentirían. Sin embargo sus ausencias hablan claro, sobretodo un sábado tranquilo como este. Por eso he venido yo.
Jugamos un partido.
***
Vaya que los humanos me siguen sorprendiendo. No tanto por los accidentes torpes que suelen tener, como el arrollamiento del repartidor en bici que acaba de acontecer aquí al lado, sino por los pequeños detalles que nadie parece apreciar. Ya que surgió esta cita imprevista, estoy aprovechando para probar los manjares del local donde trabajaba el recién difunto. Joe’s Pizza, se llama. Un nombre poco original que afortunadamente no tiene nada que ver con la calidad del producto. Apuesto que el tal Joe nunca ha pisado Italia en su vida, y sin embargo la particular combinación de queso, orégano, tomate y pepperoni que estoy degustando ahora mismo es toda una delicia. Tiene un sabor único, que probablemente no podría encontrar en ninguna otra pizzería.
—Mmmm, ñam ñam —digo en voz bastante alta, perfectamente contenta con mi nuevo descubrimiento culinario.
Se me quedan viendo un par de comensales, ligeramente incomodados. Me extraña un poco, normalmente las personas ni siquiera notan que estoy aquí entre ellas. Diría que la gente es buena en ignorarme, o en negarse a aceptar su realidad. Ven lo que quieren.
Vibra mi teléfono. Lo saco de mi bolsa y veo el recordatorio:
David Cash
2931 Shady Grove Ave, Memphis TN
Ah claro, aún tengo ese asunto pendiente. Han pasado unos días, vamos a ver si el señor está listo para verme ahora.
Me traslado hasta su residencia en un santiamén. Paso por el mismo césped pulcramente recortado, la misma fachada de mampostería e hiedras decorativas. Toco la puerta y espero.
—¿Qué quieres? —me gruñe el viejo carcamán, sin abrir del todo la puerta para recibirme.
—Buenos días. ¿Usted se acuerda de mí?
Me examina con una mirada suspicaz, arqueando una ceja tupida.
—Eres la vendedora esa —afirma con cierto desprecio, antes de expectorar algo viscoso al sufrir una tos fea. Se limpia la comisura de los labios con un pañuelo, sin notar la mezcla de flema y sangre oscura. —Una de esas lesbianas pesadas, si mal no recuerdo.
¿Qué le pasa a este tipo? ¿Lo dice porque visto un pantalón de vestir en lugar de un vestido horriblemente florido, como en los viejos tiempos? Espero que se le pueda achacar a un incipiente caso de Alzheimer, en adición a ese tumor del tamaño de un limón en su pulmón izquierdo.
—Me temo que no soy ninguna vendedora, Sr. Cash. Disculpe que no me haya presentado bien el otro día. Yo soy la Muerte —le digo, ofreciendo apretarle la mano.
El viejo se me queda viendo con el ceño fruncido, estudiándome, hasta que por fin capta. Abre los ojos de par en par y da un respingo de susto. Lo que sigue es un sonoro portazo, acompañado por una serie de toses violentas dentro de la casa.
—Hoy no —balbucea David—. Aún no estoy listo, déjame en paz.
Suspiro con resignación. Tendremos que terminar con esto de una vez, por las buenas o por las malas. Parece que el señor prefiere lo último.
Camino hacia delante, traspasando la madera como si la puerta no fuera más que un espejismo. Y al verme aparecer delante de él, en mi forma inmaterial e insuperable, agita la boca de manera atropellada sin que salga ninguna palabra inteligible.
—Usted sabía que este momento iba a llegar, solo no quiso aceptarlo.
David echa un vistazo por el cuarto, como buscando alguien que pueda acudir en su socorro. Pero no hay nadie, solo unos muebles viejos y fotografías desvaídas, de familiares que hace mucho ni le dirigen la palabra.
—Deme su mano. Ha llegado la hora —le digo, cordial pero firme.
El señor se estremece desde la cabeza hasta los pies, agarrando el respaldo de una silla mientras sigue tosiendo. Sigue aferrado al mueble cual molusco pegado a un rompeolas ante un huracán, hasta que por fin se queda quieto. Al cabo de un minuto me vuelve a mirar, un destello de aceptación en los ojos.
Es hora de partir.
***
Me parece curioso, como mínimo, que hoy me vuelva a topar con las dos mismas personas que dejé tranquilas la semana pasada. Iban en tiempo extra, eso sí. A veces la gente sabe aprovechar esa particular bendición, y a veces no. Supongo que es por eso que he estado pensando en estos dos casos últimamente. Aunque el Sr. Cash no haya tenido el desenlace más feliz, aún tengo esperanzas para el niño.
Entro al cuarto de hospital, esta vez sin tocar la puerta. Camino por la habitación en silencio, Logan sigue dormido. Al lado de su camilla diviso la tabla de ajedrez, por lo visto él volvió a jugar después de mi última visita. Y lo más importante, no lo ha hecho solo. El suave ronquido a mis espaldas delata la presencia de sus padres; los dos están inmersos en un profundo sueño. El papá se reclina despatarrado en el sofá, mientras su esposa se acurruca contra él con las piernas sobra las suyas. Parecen tiritar ligeramente, probablemente por causa del frío perenne del hospital. Agarro una manta doblada que está sobre el alféizar y arrebujo cuidadosamente a los dos con ella.
—¿Logan? —susurro.
Se abren dos ojos de color avellana. Tardan un poco en localizarme en las tinieblas.
—Volviste… —murmura débilmente el chico.
—Sí, soy yo. ¿Sabes por qué he venido?
—Creo… creo que sí.
Una sola lágrima escurre por su mejilla. Me rompe el corazón ver triste a alguien tan joven, pero al menos no lo he cogido desprevenido. Con suerte será capaz de aceptarlo con más sensatez que ciertos de sus mayores.
—Ven conmigo entonces —le digo, ofreciéndole una mano.
El chico se incorpora en la cama, pero no se pone de pie.
—Solo… solo quiero saber algo. ¿Estarán bien? —me pregunta, mirando con preocupación a sus padres.
Dudo un momento antes de contestarle, debo elegir mis palabras con cuidado. Conozco perfectamente la pena y el dolor que sentirán, pero no quiero atormentar al chico más de lo necesario.
—Siempre te extrañarán —me sincero—. Pero estarán bien, con el tiempo aprenderán a aceptarlo, a seguir con sus vidas. Te doy mi palabra.
—¿Está bien si… me despido de ellos? ¿Una última vez?
Asiento con la cabeza, guardando un silencio respetuoso mientras Logan se levanta de la cama. Camina lentamente hacia el sofá, después se agacha para plantarles sendos besos en la frente y susurrarles algo al oído. Sus padres se mueven ligeramente, como escuchando a un fantasma a través de un sueño.
Mi trabajo nunca es fácil, ni ligero. Yo también me veo estremecida, atestiguando escenas así día tras día. Pero me alegra que en esta ocasión hayan tenido el tiempo de prepararse, de despedirse como se debe. Es todo lo que uno puede pedir.
—¿Estás listo?
No me dice nada de inmediato, pero voltea para mirarme y veo en sus ojos un curioso atisbo de sabiduría. Se para a mi lado y me da la mano, antes de concluir:
—Vámonos.
Estamos caminando juntos hasta la puerta, a punto de emprender nuestra larga travesía, cuando el chico se para en el umbral. Se da una vuelta para mirar a sus padres por última vez, admirando cómo duermen en un estado de aparente paz y serenidad, antes de cerrar la puerta detrás de sí. Apretando mi mano, da el primer paso decidido hacia los senderos desconocidos que le esperan, más allá de los pasillos del hospital.
El viaje apenas comienza.
Que bonita historia, me encanto.
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Gracias Silvia!
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felicitades
la historia me dio escalofríos
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felicidades
la historia me dio escalofríos
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