Joder, qué puto asco, pensó el inspector Marcos, abrumado por las ganas de potar sobre sus botas nuevas. Se contuvo, a duras penas. El tío lo hizo, de veras lo hizo…
Tomó un momento para procesar todas las imágenes perturbadoras que acababa de ver en la pantalla chiquita de la cámara. En un brevísimo lapso de tiempo tuvo una retahíla de revelaciones. Primero: Pablo no era el asesino. No mató a nadie, al parecer. ¿Pero quién lo habría sabido? Ya que la policía lo encontró poco después en el campo fuera de la granja, gritando como un energúmeno con la cara y toda su ropa manchadas de la sangre de Ainhoa. Parecía un demente, un demonio. ¿Cómo no iban a suponer que era el puto asesino? Ahora que lo pensaba, todo tenía sentido. Coño. Cada vez que alguien le preguntaba sobre los eventos de aquella noche, o de los asesinatos, se callaba. O se callaba, o tenía un episodio aviar. ¿Pues cómo no lo iba a hacer, si el tío estaba traumado de cojones? Pero entonces…
El asesino sigue ahí fuera.
Ese tal Héctor. ¿Por qué nadie se había fijado en él antes? Era solitario, y un poco hosco a veces. Tenía lazos con todas las víctimas, sus compañeros de la oficina. Probablemente porque era tan viejo, quién le habría creído capaz de secuestrar a unos veinteañeros así de fácil…
Volvió a fijarse en la cámara. Había más vídeos. Muchos más. Pulsó una serie de botones, echando un vistazo rápido al contenido que aún le esperaba. Tenía mala pinta, juzgando por las imágenes tenebrosas barruntó que se trataba de los demás asesinatos….
Sonó el teléfono.
Extrañado, el inspector metió una mano en el bolsillo de sus pantalones y extrajo el aparato que vibraba con tanta insistencia. No reconoció el número.
—¿Sí?
—Buenos días, Inspector. Me alegro que haya encontrado mi regalito… —le contestó una voz grave y ronca.
—¿Con quién hablo?
La voz se rio.
—Oh, creo que usted ya sabe perfectamente quién soy. Dígame, ¿le gustan los… juegos?
—Héctor —dijo el policía, mientras se le erizaban los pelos de la nuca—. No, no mucho, a decir la verdad. Creo que son una jodida pérdida de tiempo.
—Ah, qué pena, porque tengo uno preparado para usted. Uno bien tentador, de hecho. No creo que seamos tan diferentes, usted y yo. Lo he observado durante mucho tiempo, sé que lleva décadas en el Cuerpo Nacional y sigue recibiendo un sueldo de mierda. Beneficios de mierda. Reconocimiento de mierda. Usted está a una cerveza de joderse la vida. Apuesto a que, al menos una vez este año, ha pensando en coger su pistola y meterse una bala en el cráneo. ¿A que sí?
El rostro de Marcos se tornó color frambuesa.
—No —mintió—. Se equivoca, pero de cojones. ¿Y quién carajos eres tú para juzgarme, hijo de la gran puta de putilandia?
La voz al otro lado de la línea se río.
—Cuidado, inspector. Sé que está acostumbrado a hablar así, pero le pido que me trate con más respeto. Hágalo por el bien de Catarina…
A Rafa se le encogieron los huevos al escuchar el nombre de su casi-ex mujer.
—Qu… ¿Qué has dicho?
—Ha escuchado bien. Por cierto, me encanta esa blusita de seda roja que tiene puesta hoy. Despampanante. Usted debe de haberla cagado de verdad para que lo echara de casa, ¿no?
Rafa chistó con enfado, pero Héctor lo interrumpió:
—No se preocupe, todavía no la he visitado. Aún no. Pero apuesto a que le encantaría una cita con un caballero mayor…
—Si le tocas un solo pelo a Catarina, te juro que…
—Tranquilo —interrumpió Héctor, divertido —. Verá, estoy buscando una especie de socio, un colega, digamos. Cuando vi que mi jugada con Pablito salió incluso mejor de lo que esperaba, me sentí… inspirado. —Contuvo una risita malévola—. Venga a verme, creo que tengo una oferta tentadora para usted…
Por el teléfono se escuchó la voz de una mujer. Era Catarina, hablando con una amiga sobre su día en el trabajo. ¿El hijoputa le habría hackeado el móvil? Probablemente, era un jodido programador.
—¿Ha escuchado?
Rafa mascullaba toda clase de imprecaciones. Sus puños temblaban.
—¿Dónde nos vemos?
—Bien, ahora nos estamos entendiendo. Vea los vídeos, y sabrá dónde encontrarme. A estas alturas no creo que tenga que decírselo, pero que ni se le ocurra avisar a la comisaría de nuestra pequeña charla. Si no… —Emitió un chasquido repugnante por la boca, como el sonido de un cuello al romperse.
Y con eso, la llamada se cortó.
—¡¡ME CAGO EN LA PUTA!!—estalló Rafa, apretando el móvil tan fuerte en su puño que amenazaba con hacerse polvo. El sudor empezaba a nublarle la visión, mientras el corazón latía en su pecho como un martillo neumático. Estaba a punto de tener otras crisis de ansiedad, y tuvo ganas de echarse un buche del Bacardí Black de su petaca. Pero estaba seca.
Seca.
Joder, que había tenido días mejores.
En su cabeza se formaban mil preguntas a la vez. ¿Por qué ese psicópata se interesaba tanto por él? ¿Cómo había encontrado a Catarina? ¿A qué mierda estaba jugando ahora? ¿Debía avisarle al comisario?
No. Ese tal Héctor podría ser un chalado, pero hablaba cien por ciento en serio. Lo sabía por experiencia.
Rafa se dio la vuelta, agachándose para recoger la cámara que había dejado sobre un fardo de heno medio podrido. La metió en un bolsillo y se dirigió hacia el coche patrulla aparcado afuera, donde le esperaba un ejército de grillos que chirriaban bajo la luz mortecina de la luna. Ya sabía lo que seguiría.
Tendría que manejar la situación como de costumbre: con sólo su pistola, el coche y un buen trago.
O dos.