El hombre pájaro (Parte 3/4)

Todo estaba oscuro.

Una sola bombilla, amarillenta y tenue como una estrella moribunda, luchaba por iluminar la granja mientras colgaba precariamente de un hilo. Al lado de una cerca rudimentaria yacía un guiñapo manchado de sangre. Respiraba. Se trataba de una mujer dormida, o solo… inconsciente. Pedacitos de paja anidaban en su cabello castaño y lacio —era bella, a pesar de un salvaje moretón bajo el pómulo derecho—. A su lado se encontraba un muchacho, rubio y con cuerpo de corredor, sentado en el suelo al lado de un poste de madera. Emitía unos sonidos graves y confusos con su voz, como hablando en sueños, o una pesadilla… Se contorsionaba en el piso, con la respiración cada vez más agitada.

De pronto abrió los párpados.

Miró a su alrededor, intentando darle sentido a las sombras que lo rodeaban, pero el cloroformo que seguía en sus venas aún le nublaba la mente. Trató de llevarse una mano a la frente, pero no pudo. Sus manos estaban atadas a una especie de viga a sus espaldas, y el acero frío de las esposas se hincaba en la carne de sus muñecas como colmillos. Gimió con dolor.

Luz.

De repente un portón se abrió, por fin dejando entrar los rayos del sol. El chico entornó los ojos, esperando a que sus pupilas se adaptaran a la luz cegadora. Unos instantes después, vislumbró una figura oscura en el umbral. Llevaba capucha, bajando la cabeza para esconder su rostro, y por la manga oscura del chubasquero se asomaba una mano pálida, casi fantasmagórica. Se acercaba con pasos lentos pero decididos, como los de un cazador que persigue a un ciervo indefenso. Porque era un cazador.

La figura encapuchada arrimó una silla desvencijada y se sentó frente al muchacho maniatado. Carraspeó.

—¿Cómo estáis, chavales?

El muchacho dudó. Pareció reconocer la voz, pero no sabía de dónde…

—¿Quién eres? —preguntó, con el labio inferior temblando.

—¿En serio que no me conoces? Pensé que tú y yo éramos amigos, Pablito.

Una expresión de terror se apoderó del rostro de Pablo. Ahora sí que reconocía la voz.

—Héctor.

—¡Sí! ¡Buen chico! —respondió el hombre con emoción fingida, como si elogiara a un perrito que acababa de hacer pipí en el patio. Agarró la capucha con una mano huesuda y tiró de ella, revelando un rostro envejecido. Una barba canosa y gruesa empezaba a brotar de sus mejillas, y unas arrugas surcando su frente delataban un descontento perenne.

—¿Qué es… todo esto? ¿Y qué le pasa a Ainhoa? —continuó Pablo, con un tono de angustia rápidamente apoderándose de su voz.

—Nuestra colega está dormida, por ahora… Ya tendremos tiempo para divertirnos con ella. —Soltó una risita que a Pablo le torció las tripas. Luego fijó su mirada penetrante en el chico atado, como para confirmar sus peores temores—. ¿Aún no entiendes? Y pensé que todos los programadores éramos listos…

Hubo un silencio incómodo.

—¿A ti qué te parece? ¿Que os he traído aquí a ver un puto partido del Barça? —continuó Héctor, señalando el cuerpo de la mujer inconsciente. Su pecho apenas subía y bajaba al ritmo de su respiración trabajosa, mientras un fino hilacho de baba caía de sus labios.

—¿Fui… Fui… Fuiste tú? Todas esas muertes, todas esas víctimas, y eras tú todo este tiempo?

—Obvio. —Los labios de Héctor se contrajeron en un rictus inquietante—. Ya te estás poniendo las pilas, me gusta. Con suerte, quizá no tendré que repetirte todos los datos aburridos que ya deberían estar en esa cabecita tuya. Pero veamos, quiero saber si de verdad eres tan listo como  dicen… ¿Por qué crees que estáis aquí? ¿Será una cita romántica? ¿Me vais a chupar la polla?

Pablo no contestó.

—¡Que no, coño! Que no soy un puto marica. Tranquilo, chaval. Tengo planes más grandiosos que eso, por eso traje la cámara esa —Apuntó con un dedo huesudo hacia un rincón oscuro de la granja. Pablo creía distinguir un trípode ensombrecido; una lucecita roja brillaba en las tinieblas—. Dime, Pablo, ¿sabes cuántos años llevo currando en nuestra oficina? ¿Para nuestra querida Digitálica Salud? Casi treinta años. ¿Y sabes cuántos ascensos me han dado en todo ese tiempo?

El muchacho negó débilmente con la cabeza.

—¡Sólo uno! Apenas me han aumentado el sueldo, y con esta inflación de cojones, ¡creo que gano menos que cuando empecé! Me vuela la puta cabeza. ¿Y por qué? ¡¿Por qué?! Tengo más experiencia que vosotros, los jovencitos. Llevo años en la empresa, conozco sus entresijos, sus programas más antiguos, por eso escribo mejor código que nadie. Nunca estudié una carrera y nunca saqué ningún puñetero título. Todo lo que sé, lo aprendí por experiencia. ¿Y cómo me recompensan? Con una calcomanía de mierda diciendo que soy el empleado del mes. Ni siquiera una placa, una jodida calcomanía, como si fuese un niño chiquito. ¿A ti te parece justo, Pablito?

Silencio.

—¡No! ¡Que no, hostia! Y dime, ¿cuanto tiempo llevas tú en la empresa? ¿Eh, colega?

Pablo tragó, nervioso. Después balbuceó con un hilo de voz:

—Dos.

—¡Exacto, dos! Apenas saliste de la universidad, y ya tienes un puesto más alto que el mío, eres todo un jefecito. Tú y tus compañeros, incluyendo a tu chiquilla de ahí —espetó con rabia, apuntando al cuerpo durmiente de Ainhoa—. No te sorprendas tanto, chaval, ya llevo mucho rato observándoos. Es obvio que os gustáis. Sois los putos tortolitos de la oficina, coño.

Una corriente de sangre invadía las mejillas de Pablo. Coraje y miedo puro, una mezcla vertiginosa.

—¿Qué tiene que ver ella? Déjala tranquila, hombre —le retó Pablo, aunque no dejaba de temblar.

—¡Ja! Créeme, ella tiene mucho que ver con esto. Mucho. ¿Sabes por qué a Raquel le cercené las orejas? ¿Eh? ¿Será que soy sordo y sólo quería unos oídos nuevecitos?

Pablo sintió nauseas.

—¡No! ¡Lo hice porque esa puta soplona me espiaba. Hablaba con los mandamases esos, chivándose con ellos cada que tomaba una llamada personal para que se hiciera la buenita. Igual con Ana María, siempre husmeaba en mis cosas sin ninguna razón. Por eso le arranqué la nariz con pinzas, para que aprendiera a meter el hocico en sus propios putos asuntos. Podría continuar, pero creo que ya te haces una idea… Y mira, ¿qué crees que voy a hacer con vosotros? Vuelvo a decirlo, ¿por qué estáis aquí? Piénsalo bien…

—No..no… ¡No sé! ¿Qué quieres, hombre? ¿Dinero? ¿Quieres el dinero que me pagan, es eso?

Héctor se levantó de un salto, haciendo que la silla se cayera con gran estruendo.

—Joder, no comprendes. Aún no… No me importa la puta pasta, de eso no se trata esto. Se trata de RESPETO. ¡Carajo! De que mi trabajo sea apreciado, reconocido. Este perro viejo conoce unos trucos nuevos, créeme… ¿Qué tal si charlamos con la chula esa? A lo mejor ella sabrá reconocer mis talentos particulares…

Héctor avanzó rápido hacia la mujer, como un león que se abalanza sobre una gacela. Pablo intentó liberarse, agitando las manos y las piernas desesperadamente mientras soltaba una ráfaga de insultos y súplicas. En vano. Cuando miró otra vez a Héctor, éste ya estaba montado sobre Ainhoa a horcajadas. La había cogido por el pelo, acariciándole la mejilla amoratada.

—Hola, guapa —dijo Héctor, con cierta sorna.

Ainhoa emitió unos sonidos débiles y lastimeros, revolcándose en el suelo antes de entreabrir los ojos. Parecía que Héctor les había dado la misma dosis de anestésico a los dos, pero a Ainhoa le costaba más trabajo superar la modorra. La mujer masculló un simple:

—¿Qué… Qué ha pasado?

—Te has echado una siesta, chula —contestó Héctor, acariciando un mechón de pelo que había caído sobre su frente—. Qué bien que te hayas unido a la fiesta.

—¡Déjala! —repitió Pablo, furioso.

—Que te calles, hombre —repuso Héctor—. Ya tuvimos nuestra charla, es hora de que hable nuestra amiga, ¿vale?

Pablo seguía gruñendo, retorciéndose inútilmente en el suelo.

—Héctor, ¿qué haces? —preguntó Ainhoa, con los ojos grandes como huevos duros. Aun aturdida, sabía que algo no iba bien. Se empezaba a ver el miedo que brotaba de la única neurona de su cerebro que ya se había despertado al cien. La de la supervivencia.

—Hago justicia… —contestó el secuestrador, con una sonrisa malsana dibujada en los labios—. Ya te conozco bien, demasiado bien. Aparentas ser amable y pizpireta, saliendo con todos de la oficina. Tratas de ser la más lista, la más ocurrente en las fiestas. Pero ya sé como eres de verdad. Esparces rumores, puros bulos de mierda, y vives para eso. Crees que puedes ganar puntitos con los demás al hacerlos reír, aunque sea a costa del carcamal de la oficina. Como ayer, cuando cuchicheaste sobre el «madurito tan senil que ni sabe distinguir el Java del JavaScript». Sí, te escuché. Disfrutas mofarte de los demás, verlos sufrir. Pues yo también puedo jugar a eso, aunque no creo que a ti te vaya a gustar…

—¿De qué hablas? —protestó Ainhoa, ya despierta gracias a los niveles crecientes de adrenalina en su sangre. La inquietaba cada vez más la mirada desquiciado de su captor, quien la mantenía presa bajo el peso de su cuerpo, oliendo a sudor y a pitillo—. Yo nunca… nunca quise herir tus sentimientos… No pensé que me hubieras escuchado, pero perdona. Perdóname, ¿vale?

—Ni lo intentes, mujer. Ya está. El daño está hecho. Pero aún queda algo pendiente… Dile «hola» a la cámara, chula. Ya que tú disfrutas tanto de difamar el carácter de los demás, vamos a ver de qué estás hecha tú, ahora que nos estamos acercando al final...

Con un gesto teatral, el hombre sacó un cuchillo plegable de un bolsillo de su chubasquero. El filoso acero refulgía con el sol.

—¡¿Qué?! ¡Estás loco, tío! ¡No quieres hacer esto! —gritó Pablo, igualmente furioso e impotente porque no podía moverse. Ainhoa chillaba, intentando liberarse del peso aplastante de su atacante. En balde.

Héctor se acercó al rostro de Ainhoa, trazando círculos en su mejilla con el cuchillo mientras hablaba:

—Dime, ¿cómo se siente estar así, totalmente indefensa ante alguien que tanto despreciabas? ¿Te arrepientas de lo que hiciste? ¿De lo que dijiste?

Ainhoa sólo gemía y lloraba, esforzándose desesperadamente para escapar.

Pero no podía.

—¿Algún último mensaje? Ya que te encanta usar esa bocota tuya…

Ainhoa hizo como para hablar, pero no pudo articular ni una sola frase. De su boca solo salía un borboteo enfermizo.

—Ups —continuó Héctor, limpiando el cuchillo con la pernera de sus vaqueros. La había degollado ahí mismo, sin siquiera dejarla chistar. Sangre empezaba a brotar del enorme tajo en su garganta, formando un charco carmesí debajo de su cuerpo pálido.

—¡¡¡Nooooo!!! —gritó Pablo a todo pulmón. Jaló de sus ataduras hasta que se le hincharon las venas del cuello, el dolor en las muñecas se hizo insoportable.

Héctor se rio.

Se rio.

—Aún no hemos terminado aquí, colega.

El asesino se dio la vuelta y lo miró a la cara, penetrando hasta el fondo de su alma con unos ojos color azabache. Era el Mal en persona.

El Mal avanzó hacia Pablo.

—Lo vamos a pasar de puta madre, tú y yo —continuó Héctor, esbozando una sonrisa satisfecha en sus labios agrietados—. Es que tengo un hobby nuevo. Todos necesitamos nuestros pasatiempos, ¿verdad? Pues el mío consiste en ver de qué están hechos los demás, ya llegados a sus últimos momentos en la Tierra, a su juicio final. A veces me sorprenden. Como Ana María, tenía agallas, esa mujer. Casi me dio pena matarla después… —Soltó una carcajada—. Bromeo, por supuesto, nunca me arrepentiría de eliminar a una fulana de su calaña. Pero por eso tenemos la cámara, para grabar el juego. No suelo improvisar en estas situaciones, pero tú eres especial Pablo. Casi me caes bien, aparte de ser un pijo de mierda. Por eso te doy dos opciones: Opción A: te puedes quedar aquí, gritando «socorro» hasta que te quedes afónico, y te mueres aquí. Y eso es lo que pasaría, créeme. Si no lo sabías, estamos en medio de la nada; los únicos vecinos en un par de kilómetros cuadrados acaban de irse de vacaciones. Nadie te escucharía, aparte de unos pájaros quizás… Opción dos: Juegas al escondite conmigo.

—Al…. al escondite? —balbuceó Pablo con un hilito de voz. Seguía en shock, apenas entendiendo lo que escuchaba.

—Sí, al escondite. Va a ser divertido, ya verás —continuó Héctor, cogiendo el cadáver de Ainhoa por un brazo y arrastrándolo hacia Pablo. Dejaba una estela de sangre oscura mezclada con paja en las tablas del suelo, casi parecía sirope de frambuesa. Casi. La dejó precariamente apoyada contra la cerca, al lado de Pablo. Su cabeza reposaba en una posición espantosa que le habría sido imposible en vida.

Estaba muerta. Muerta del todo.

—Esta es tu salvación, si quieres jugar —dijo Héctor, extrayendo una llave plateada de su bolsillo. La sostuvo en frente de las narices de Pablo, como para tentarle—. Sé que a vosotros os encantaban los besos franceses, pero no sé si vaya ser el caso ahora…

El hombre cogió a Ainhoa por la garganta, extrayendo la lengua a manera de corbata colombiana. Con un gesto desagradable, metió la llave dentro de la brecha ensangrentada y movió los dedos un momento.

—Ya está. Yo me voy a esconder, a ver si te animas a seguirme el juego. Apuesto a que no, pero quién sabe, a lo mejor eres capaz de muchas cosas. Sería un placer cazarte otra vez…

Se irguió y empujó el cuerpo de la muchacha hacia el hombre tembloroso con una patada brusca, haciendo que su pelo apelmazado cayera sobre su delicado rostro femenino. Después se enfiló hacia la entrada de la granja, hacia la luz.

—Ah, seguro que ya lo sabes, pero quería recordarte algo. Aunque puedas aguantar una semana sin comida, no creo que dures más de cuatro días sin agua. Y ojo, los delirios vienen antes.

Sin más, se dio la vuelta y se subió a la furgoneta blanca que estaba aparcada afuera. Arrancó el motor y puso el vehículo en marcha, arrojando pedacitos de grava con las llantas. Poco a poco el rugido del auto se volvió un ronroneo lejano.

Pablo se quedó mirando el cuerpo de su chica un largo rato, el alma rota. Lágrimas le llenaron los ojos, escurriendo por sus mejillas. ¿Qué había pasado? ¿Por qué a Ainhoa? ¡¿Por qué a su Ainhoa?! En su estado de shock, aún le costaba trabajo comprender lo que acababa de suceder. Rebosaba de las emociones más fuertes experimentadas por los seres humanos, oscilando entre la rabia y la más profunda tristeza. Se sentía como si se ahogara, el corazón hecho añicos palpitantes. No podía más, se puso a gritar a todo pulmón hasta quedarse sin aliento. Gritó de nuevo.

¡GRITÓ!

Pero nadie contestó.

***

Escuchó algo, algo a lo lejos.

Pablo abrió los ojos no sin cierto esfuerzo, pues le dolía todo el cuerpo. Hasta los párpados le dolían. Escaneó la granja con cierta confusión, buscando la fuente del sonido extraño. Lo escuchó de nuevo:

Un… ¿graznido?

No vio nada, ni a nadie. Estaba solo, solo de verdad. Aparte de…

No. Esperaba que todo fuera un sueño, o una pesadilla, más bien. Cualquier cosa, menos la realidad. Pero tenía que saber, tenía que averiguarlo…

Miró por encima de su hombro izquierdo, y la vio. Ahí, despatarrada y echada desgarbadamente sobre una cerca se encontraba la chica, la que había querido a escondidas y que hacía muy poco esperaba que se convertiría en su novia. Sí, era ella. Incluso con el pelo desgreñado y la piel más pálida que la leche, exangüe hasta el extremo, las delicadas facciones de su rostro eran inconfundibles:

Ainhoa.

Quiso llorar. Quiso. Estaba más triste de lo que recordaba haberse sentido jamás, sufriendo espasmos de sollozo como un niño chiquito, pero de sus ojos no brotó ninguna lágrima. ¿Cómo era posible que ya no estuviera con él? ¿Que nunca más sentiría sus besos delicados en su mejilla, ni oler el dulce aroma de su pelo perfumado? Hacía tan poco tiempo que fantaseaba con un futuro con ella, con llevarla a una playa exótica y escaparse de su existencia mundana… Quiso cogerle de la mano, decirle que todo iba a estar bien, pero no podía. Estaba muerta… MUERTA.

De pronto trató de tragar saliva, pero solo sintió un ardor en la garganta, como si esquirlas de vidrio caliente abrieran paso por su esófago. Estaba deshidratado, y eso… eso era malo.

¿Cuánto tiempo había pasado?

Compelido por el puro instinto de la supervivencia, miró otra vez hacia el portón de la granja y notó que había poca luz afuera. ¿Sería el amanecer o el crepúsculo? No sabía cuál sería mejor. ¿Pero cómo haría para escaparse de ese infierno en la Tierra? Al parecer nadie había escuchado sus gritos, ni venido a investigar los ruidos extraños de la granja…

Si quieres jugar dijo una vocecita en su cabeza.

Un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

Miró otra vez a Ainhoa, recordando con asco lo que había hecho ese hombre desquiciado antes de irse. Le había dejado una salida, una que aún no comprendía bien. ¿Por qué le había mostrado la llave de las esposas? Seguro que sabía que Pablo iría directo a la comisaría para delatar a ese demente asesino y exigir justicia, ¿verdad?

No tenía tiempo para pensarlo. A ese paso, temía perder tantas fuerzas por la deshidratación que ya no sería capaz de huir de la granja y buscar ayuda, dada la oportunidad. Tenía que actuar. Ya.

Con un soplido de esfuerzo, se irguió en el suelo contorsionándose y estirándose hasta que sus manos quedaron un poco más cerca del cuerpo de Ainhoa. Trató de extender una mano, lo más que pudo, pero de nada sirvió. Las esposas simplemente no le dejarían alcanzar su objetivo. Gruñó con frustración antes de contorsionar su cuerpo otra vez, ahora tratando de utilizar las piernas. Éstas se levantaban unos centímetros del suelo, pero las ataduras a la altura de sus tobillos no le dejaban hacer mucho más que eso. Estaba atrapado. Frustrado. Enfadado. Miró otra vez hacia el cuerpo de Ainhoa, hacia donde sabía que estaría la llave. Estaban tan cerca. Tan cerca. Pero no la alcanzaba. Al menos que…

Escuchó el graznido otra vez.

Volteó la cabeza una vez más hacia la entrada, donde atisbó un par de pajarracos enormes de plumaje parduzco y cochino, peleando en el suelo por un pedazo de… algo. Carroña, claro estaba. Quizá fuera una rata, una zarigüeya, o un gatito sin suerte. Como fuera, lo disfrutaban, y mucho. Mordían el cuerpo del animalito con frenesí, solo deteniéndose para soltar unos graznidos enervantes.

Y entonces lo supo.

No fue ningún accidente. Héctor había dejado la llave ahí, sabiendo perfectamente que nunca la alcanzaría con una mano, ni con una pierna. Eso no sería divertido para un hijoputa de su clase. No, no. Para recuperar la llave tendría que ensuciarse, tendría que usar la única parte del cuerpo que le quedaba:

La boca.

Sintió un asco inenarrable. ¿Sería capaz de algo así? No sabía, pero tenía que intentar…

Inclinó el torso hacia el cadáver de Ainhoa, jalando de las ataduras hasta sentir las correas y el metal de las esposas hincarse en su piel. Estaba tan cerca que su nariz estaba a milímetros de la cara de la difunta. Se estiró un poco más, casi dislocando un hombro en el proceso, y bajó la cabeza hasta alcanzar la altura del escondite asqueroso de la llave, ahí donde la lengua púrpura se asomaba por la brecha en la garganta. Cerró los ojos y se fijó en el sonido de los buitres. Si ellos podían hacer semejante cosa, él también. Solo tendría que enfocarse en eso, en imitarlos. Ser uno de ellos. Ser un buitre…

Un buitre.

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