El hombre pájaro (Parte 2/4)

¿Coño, cómo es posible?, se quejó Rafa, ya detrás del volante de su coche patrulla. Los limpiaparabrisas frenéticos apenas podían contra la lluvia. El diluvio de Noé. ¿Ahora se supone que crea las palabras delirantes de un hombre pollo? Joder, ¿en qué mierda me he metido?

En mierda bien grande. Tamaño rinoceronte con diarrea. En menos de dos semanas, algún demente había escabechado a tres personas, todas muertas de una manera aparatosa y macabra. Y para el tranquilo pueblo de Sevilla, eso era gran cosa. Las notables similaridades con los asesinatos de hace once años no habían pasado desapercibidas para la prensa, que se abalanzó sobre la historia como un niño regordete al ver un pastel de chocolate abandonado en una mesa. Toda la comisaría estaba hasta los huevos con periodistas pidiendo entrevistas. ¿Cómo era posible que no tuvieran la menor idea de quién había sido? ¿Que no encontraran ni una pizca de pruebas en las escenas de crímenes? Ya había rumores sobre dimisiones si el caso no era resuelto. Y pronto. A estas alturas, Rafa ya tenía que creerle a quien fuera si le ayudaba a resolver el misterio más rápido. Al hombre pollo, al hombre polla, hasta al hombre rábano, coño.

Volvió a reflexionar sobre la última palabra que esa cosa había pronunciado:

Granjjjjjja.

Sólo al recordarlo se le ponían los pelos de punta. Su voz había sonado como… el chillido de un carroñero con un severo caso de halitosis.

Pero tenía sentido.

Hace once años, encontraron el cuerpo de la última víctima en una granja en el extrarradio del pueblo, abandonado desde hace un tiempo y bien aislado de los ojos curiosos. No era de sorprender que nadie hubiera escuchado los gritos.

Le había extrañado que la policía de ese entonces hubiera investigado esa granja tan poco tiempo. Claro, habían encontrado a un hombre ido de la olla, pero de cojones, con la sangre de la víctima goteando de su boca. Merodeaba fuera de la granja, graznando hasta quedarse afónico mientras aleteaba los brazos como una especie de pajarraco estulto que anhelaba volar. Habría sido cómico, si la escena sanguinolenta del asesinato no hubiera sido tan… acojonante.

—Ahí está —dijo Rafa en voz alta, parando en frente de una veja granja. Encendió las luces largas, pues todo a su alrededor estaba más oscuro que el Bacardí Black que siempre guardaba en una petaca discreta. Un bosque de álamos circundaba el edificio ruinoso, sus largos troncos blancos y sin hojas parecían enormes dedos esqueléticos que surgían de la tierra, ávidos de coger a su próxima víctima.

¿Viviría alguien aquí?

Esperaba que no…

Se apeó de la patrulla y prendió una linterna. Oyó un crujido seco al pisar la copa de hojarasca pardusca. Puras hojas muertas, pudriéndose en el suelo. Caminaba por la tiniebla, echando vaho por la boca mientras examinaba las sombras. Por instinto se llevó una mano a la funda de su pistola que colgaba de su cinturón. A veces ese peso le daba algo de confort, una ilusión de seguridad, por efímera que fuera. Casi tanto como los shots de ron que solía echarse como si fueran putas vitaminas.

Dio trancos rápidos pero calculados, examinando el perímetro con prudencia para asegurarse de que de verdad no quedaba nadie en la zona. Atisbó una casita a lo lejos, su silueta revelaba un techo venido a menos. No vio ningún coche afuera, ninguna luz prendida. Un búho que ululaba en la oscuridad era su única compañía.

Bien, no hay nadie, pensó. Así será más fácil husmear, sin ningún listillo que quiera ver una orden judicial…

Volvió a la entrada de la granja. La pintura roja de la fachada estaba desvaída, desconchándose con el tiempo. Una trabe añeja bloqueaba la gran puerta de madera, cuya superficie estaba cubierta con un mar de telarañas. Joder, que no le gustaban las arañas. Ni un poquito.

Le daban más escalofríos que los putos asesinos.

Dio un suspiro y cogió el madero. Se sentía frío, un poco pegajoso por culpa de una sustancia no identificada. ¿Sería resina? Eso esperaba.

Son meados de araña, le dijo una vocecita en su cabeza.

Ya no quería saber. Levantó el madero con un resoplido, arrojándolo con desprecio al lado de sus pies. No sería allanamiento si ya no vivía nadie ahí…

Las puertas se dejaron abrir con un chirrido violento. El inspector dirigió el haz de la linterna hacia el interior de la granja, escudriñando la oscuridad. Se notaba que nadie había entrado por ahí desde hacía mucho, mucho tiempo. Una nube de polvo llenaba el aire, gruesa y opresiva como se imaginaba sería el asbesto del que siempre se quejaban esos lloricas en la tele. Ni modo. Rafa tosió un par de veces y reanudó la marcha, examinando las paredes y el suelo con cuidado. Había paja desparramada por doquier, cubriendo el piso casi en su totalidad. Apestaba. Olía a hierba rancia y a mojones viejos.

Vio donde antaño debían de haber cuidado a unos caballos, aún quedaban restos de sus heces resecos en una esquina del recinto. Un gran abrevadero estaba seco hasta dar pena, y oxidado, pues su superficie estaba más roja que la de Marte. En el centro del recinto se alzaban unas gruesas vigas de madera, que llegaban hasta la punta del techo abovedado. Alrededor de uno de ellos había una gran mancha oscura y rojiza. Sangre seca. Al parecer, nadie había tomado la molestia de limpiarla.

Rafa siguió fisgoneando, buscando una pista, la que fuera. Caminó hasta el fondo de la granja, ahí donde los agricultores solían guardar el pienso. Se puso a hurgar en los costales y cajas de madera que los antiguos dueños habían dejado desparramados en el suelo sin cuidado alguno. Nada. Ya ni siquiera contenían comida para el ganado. Resoplando con impaciencia, empezó a mover las cajas para examinar mejor el suelo, a lo mejor habría algo ahí.

Pero espera. Una caja no estaba vacía. Se había movido con un clac metálico.

Qué ha sido eso? —pensó el policía, ya picado por la curiosidad.

Cogió la caja con una mano, dándole una vuelta. Digitálica Salud, rezaba un lado en grandes letras azules. ¿Qué hacía eso ahí? Abrió la tapa con cierta vehemencia, desgarrando uno de los pliegues de cartón. Una capa gris de polvo y de cochambre imposible de identificar le embarró los dedos.

—Joder, qué asco —profirió el policía, limpiando su mano con la pernera de sus pantalones negros.

Una vez limpio, dirigió su atención al interior de la caja. Había una cámara, de esas viejas que la gente solía usar para grabar vídeos caseros de mierda. Bueno, supuso que si también hacían vídeos de porno con eso, no podrían ser tan malas.

¿Tendrá pila?, se preguntó Rafa. No, claro que no, hace años que alguien dejó este cachivache aquí. No creo que le quede nada de batería. ¿Por cuánto tiempo duran las pilas que no se usan? ¿Unos cuantos años? Volteó el dispositivo en sus dedos rollizos hasta encontrar un botón con el ícono de «encender». Lo pulsó y esperó…

Se prendió.

Contra todas las probabilidades, el jodido cachivache ese se prendió. La pantalla se había iluminado con un brillante y molesto color azul, y unos pequeños dígitos blancos en el cuadrante inferior derecho mostraba una fecha: 23/11/2009. La noche del último asesinato, cuando pillaron a ese hijoputa que se creía un maldito pájaro.

La curiosidad era insoportable.

Pulsó un par de botones más hasta que apareció una imagen oscura y sombría. Al principio ni siquiera entendía bien lo que veía, pero igual le daba mala espina. Sin dudar un segundo, pulsó el botón de «reproducir». Y lo que vio a continuación era…

Era…

Escalofriante.

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