E pluribus unum

¡Clack! ¡Clack!

Un ruido fuerte y violento me despabila. Me froto los ojos para quitar las lagañas que se estaban formando y levanto la cabeza para mirar discretamente a mi alrededor. Todos mis compañeros de la oficina siguen con sus miradas clavadas en sus pantallas, tecleando constantemente. Al parecer nadie ha notado que estaba “meditando” en mi escritorio. Menos mal que no hay otro cubículo detrás del mío, a mis espaldas sólo hay unos ventanales que dan al asfalto grisáceo del estacionamiento. A diferencia de mis compañeros, ningún gerente me puede vigilar desde su despacho.

¡Clack! ¡Clack!

Sorprendido, me doy la vuelta y busco el origen del ruido extraño. Al otro lado de la ventana encuentro unos ojos negros mirándome fijamente; el visitante inesperado tiene un aspecto horrible. De la cabeza salen lo que parecen unos pelitos ralos y cortos, tiene una cara rojiza y tan arrugada que casi parece que se está derritiendo. Los parches de piel alrededor de sus cuencas son tan azulados y oscuros que parecen ojeras enfermizas, de su cara cuelga un pico largo y aguileño.

—¿El pavo otra vez? ¿Qué carajo quiere? —pregunto en voz alta.

—¿Volvió? —contesta Roman desde el otro lado del panel bajo que divide nuestros cubículos. —¿Por qué le gusta tanto venir a este edificio? La granja más cercana debe de estar a una milla de nosotros, mínimo.

—No tengo ni idea, pero parece enojado.

Mientras hablamos, el pavo sigue atacando el vidrio con el pico esporádicamente. No hace ningún otro gesto o ruido, sólo lanza el pico a la ventana con furia.

—¿Qué está haciendo? ¿Por qué nos quiere atacar? —pregunto.

—No creo que nosotros seamos el blanco, fíjate en cómo está ladeando la cabeza. Los pavos no pueden ver lo que está justo en frente de ellos, sus ojos miran a los lados. Creo que está mirando su reflejo en el vidrio.

—Ah, tienes razón. Pero entonces ¿por qué querría atacarse a sí mismo?

—No sé, quizá cree que el pájaro reflejado es un rival y quiere defender su territorio. De todos modos, debería dejar de hacer eso o se va a lastimar. Ese vidrio es bien duro.

—Sí, es verdad —digo mientras saco el teléfono para tomar un par de fotos del guajolote malhumorado—. Al menos ahora tendré evidencia que mostrar la próxima vez que le cuente a un amigo sobre nuestro nuevo acosador.

—Buena idea, jaja…. Bueno, debería volver a trabajar.

—Yo también, sólo espero que ese pendejo nos deje en paz.

—Ya veremos, jaja —contesta Roman, bajando la cabeza para mirar su pantalla.

Vuelvo a mi computadora y empiezo a revisar mis correos, intentando olvidar el pajarraco antipático a mis espaldas. Hay veintitrés mensajes no leídos esperándome. ¿Es en serio? No pudo haber pasado tanto tiempo, pienso.

Resignado, le doy clic al primer mensaje en la bandeja de entrada. Exámenes Médicos. ¡Chin! Se me olvidó, tenía una cita a las 9:15 y ahorita son las… 10:11. Las enfermeras sólo vienen a la oficina una vez al año y necesito hacer un chequeo para tener un descuento en mi seguro médico.

—Oye Roman, ¿ya te hiciste tu revisión médica? ¿Sabes si las enfermeras están muy ocupadas hoy? Se me olvidó mi cita y me pregunto si podría ir sin fijar una hora antes.

—Ay, ¡qué mal! No, mi cita es más tarde, pero podrías preguntarle a Jordan cómo le fue. Creo que acaba de regresar de su examen. ¡Suerte!

—Ok gracias, lo haré.

Me levanto de mi silla giratoria y mientras camino por las filas de escritorios me pregunto quién pudo haber diseñado esta oficina tan desagradable. Casi no hay color a la vista aparte de las paredes blancas sucias y la alfombra gris apagada. Arriba, colgando del techo, se puede apreciar la tubería expuesta del viejo edificio. Todos los cubículos se ven iguales de aburridos y carecen de adornos, con la excepción de la planta marchitada que Sam insiste en cultivar en su mesa y unas luces navideñas olvidadas que todavía siguen en el escritorio de Ken. Para colmo todos los cubículos en el centro de la sala están rodeados por los despachos de los jefes, que en lugar de paredes sólo tienen mamparas para que nos puedan vigilar constantemente.

Por fin llego al escritorio de Jordan. Está mirando su pantalla fijamente mientras redacta algún correo.

—Jordan, ¿qué tal? Roman me dijo que ya te hiciste tu examen médico, ¿te pareció que estaban muy ocupados hoy?

No me contesta, sólo continúa tecleando con los ojos clavados en la computadora.

—¿Jordan?

—…..

—Jordan, ¿estás bien?

Por fin deja de escribir y se da la vuelta para verme.

—Sí.

Me ve con una mirada vacía y un rostro impasible. Algo empieza a inquietarme, pero aún no sé bien qué es.

—Ok cool, ¿había mucha gente esperando? Se me olvidó que tenía una cita esta mañana, y ahora es demasiado tarde para fijar otra hora en el sitio web. ¿Crees que podría ir a hacerme el chequeo sin una cita?

—Están ocupados.

Algo en él es diferente, pero no ubico qué es exactamente. ¿Será el corte de pelo? Su cabello me parece un poco más ondulado que antes. ¿Sus ojos siempre han sido verdes? Pensé que eran cafés… Bueno, ahora que lo pienso, normalmente no me fijo en el color de los ojos de la gente.

—Ok, supongo que tendré que ir a otro médico para hacerme el examen. Gracias de todos modos

Jordan asiente con la cabeza y vuelve a escribir su correo. Regreso a mi escritorio y decido buscar a otros médicos en Google. Seguro que podré ver a algún doctor en los próximos días.

Paso un par de horas contestando correos y generando reportes hasta que se me cansan los ojos. Cuando noto que mi visión es un poco borrosa, me quito los lentes y me froto los párpados. Supongo que ya es hora de descansar un ratito y decido pasearme e ir al bebedero para tomar un poco de agua.

Al levantarme de mi escritorio, me doy cuenta de que la oficina está abandonada. Bueno, casi. Sólo atisbo la peluca negra de Sade por encima del panel de su cubículo. ¿Estaba tan absorto en el trabajo que no vi a mis compañeros salir?

—Oye Sade, ¿dónde están todos? ¿Hay una junta o algo? —pregunto.

Cuando ella se levanta de su silla, no puedo creer lo que veo. La afroamericana cuarentona y alegre que todos queremos parece haberse transformado de la noche a la mañana. Su piel, antes prieta, ahora se ve bastante más pálida. Lo que es aun más desconcertante, ha bajado mucho de peso. La última vez que la vi padecía obesidad, pero ahora, inexplicablemente, tiene una figura delgada y atlética. Hasta parece que podría correr un maratón sin problema.

—La sala de conferencias. Te están esperando. —responde con una voz que es más grave de lo que esperaba.

—¿Qué? Pero ahí están haciendo los exámenes médicos ¿ no? Y….. ¿qué te pasó? ¿Estás bien? Parpadeo varias veces y entrecierro los ojos para asegurarme de que esté viendo bien.

—Ve. Ahora. —me ordena con un tono de voz severo y áspero. No dice nada más, sólo levanta el brazo y apunta al pasillo con el dedo índice.

 Me le quedo mirando un momento, desorientado y un poco alarmado. No se mueve ni un ápice, permanece ahí como una estatua. Tiene la misma expresión vacía e impasible que Jordan.

Extrañado, empiezo a andar hacia el pasillo, mirando por el hombro para ver si Sade me sigue. No se mueve ni un centímetro.

Apresurando el paso, llego al final del pasillo y toco el sensor con mi gafete para abrir la puerta. Al pasar el umbral, veo que las luces en el techo están parpadeando, emitiendo una luz amarilla y errática. Se me pone la piel china. A mi derecha veo que las puertas de la sala de conferencia están cerradas. Las mamparas son opacas salvo la parte inferior, a través de la cuál puedo ver los pies de la gente adentro. Son muchos, pero no oigo ninguna voz. Siento que mi pulso se está acelerando y empiezo a sudar por las palmas de las manos.

De repente se abre una puerta a mi lado. Sale un hombre fornido y con el pelo rapado. Es mi jefe, el ex-marino, pero ahora lo veo diferente. Parece mucho más alto que antes y no se ha afeitado la cara en un par de semanas.

—Ven. —me gruñe con una voz bastante hosca.

Aún manteniendo cierta distancia del hombretón en el umbral, me acerco un poco a la puerta para ver qué hay dentro. No lo puedo creer.

Son yo. Muchos de yo. Filas de yo. Tienen mi cara, la misma barba corta y castaña con tintes rojos, los mismos lentes de caparazón de tortuga, los mismos ojos verdes y el mismísimo pelo rizado y castaño oscuro. Todos están sentados completamente erguidos con las manos en el regazo y un rictus desconcertante dibujado en el rostro, mirando hacia el frente de la sala sin moverse como si estuvieran congelados. Al echar un vistazo al frente del cuarto veo el espectáculo grotesco que los mantiene tan cautivados. Hay un hombre atado a una silla que está luchando en vano por liberarse, intenta gritar algo pero una mordaza lo impide. No veo su cara porque me está dando la espalda, pero al ver un tatuaje de un crucifijo en su antebrazo me doy cuenta de que es Roman. Debería hacer algo para ayudarlo, pero no puedo. Estoy paralizado de miedo.

De unas sombras al fondo del cuarto emergen dos enfermeras extremadamente pálidas de ojos y cabellera negros que se acercan a Roman a grandes zancadas. Una tiene una enorme jeringa que contiene una sustancia viscosa y roja oscura como la sangre coagulada. Al llegar a mi compañero indefenso, una de ellas lo sujeta mientras la otra le da una inyección. Después de recibir una infusión de esta materia misteriosa, Roman comienza a convulsionarse tan violentamente que termina revolcando la silla. Mientras echa espuma por la boca, veo que sus brazos y piernas se están alargando visiblemente.

—¡¿Qué mierda?! —grito, finalmente liberado del pavor que me mantenía paralizado como un hechizo.

Como respuesta inmediata, alguien me agarra firmemente por el hombro. Es el ex—marino, o lo que queda de él. Ahora se parece bastante más a mí, con la excepción de los tatuajes militares en los brazos. En pánico, le asesto un golpe fuerte en el abdomen y corro a toda velocidad hacia la salida del edificio. Embisto las puertas para abrirlas y esprinto hacia mi auto sin mirar atrás. Al llegar a mi camioneta plateada, saco las llaves de mi bolsillo, abro la puerta y me subo. Arranco el vehículo y lo pongo en marcha sin ponerme el cinturón de seguridad. Al llegar al límite del estacionamiento, miro por el espejo retrovisor. Nadie me está siguiendo.

Unos minutos después mientras manejo por la autopista, me doy cuenta de algo sumamente extraño. No he visto ningún otro coche en la carretera. Es la hora del almuerzo, debe de haber bastante gente conduciendo en este momento, pero los únicos seres vivos que veo a mi alrededor son una parvada de cuervos sobrevolando la autopista. Parece que están huyendo de una tormenta que se está formando en el horizonte. Un manto grueso de nubes grises está escondiendo el sol y el viento está arreciendo. Al escuchar unos truenos que retumban a lo lejos, piso el acelerador para intentar llegar a casa antes de que llegue la lluvia.

Cuando por fin llego a mi complejo de apartamentos, veo que todo está abandonado. Hay muchos vehículos estacionados como todos los días, pero no encuentro ni un solo vecino que esté paseando a su perro o caminando a su auto. Con el corazón latiendo tan fuerte que debe de ser audible, me apeo del auto y subo corriendo las escaleras de mi departamento. Al llegar al rellano, busco torpemente entre el manojo de llaves que tengo en la mano hasta encontrar la que puede abrir la puerta de madera delante de mí. Con un movimiento brusco que casi parece un espasmo, inserto la llave en la chapa y la giro. Al abrir la puerta, veo algo que casi me da un infarto.

Es él. Soy yo. Uno de los yos está sentado en el sillón en frente de mí, sosteniendo una gran jeringa que brilla en la luz tenue que entra por la ventana. Tiene una mancha de sangre en la pechera de su camisa blanca.

—Hemos esperado este momento mucho tiempo —me dice tranquilamente, con la misma risa forzada que tenían los yos en la sala de conferencia. Se levanta del asiento y comienza a acercarse a mí blandiendo la jeringa.

—¡¡Puta madre!! ¡Es imposible! —grito despavorido.

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