Al llegar el crepúsculo, la luz que irradiaba el sol sobre la arena rojiza empezó a disminuir poco a poco. Miré por uno de los grandes ventanales del invernadero, escudriñando el horizonte con la esperanza de ver algún rastro de mis compañeros. Escruté el paisaje un par de minutos pero no vi nada. Lo único que logré vislumbrar eran unas sombras oscuras que reptaban por las dunas del desierto marciano. Sabía que la arena se movía a causa de las ráfagas de viento, pero aún así esas sombras me hicieron pensar en criaturas salvajes y alienígenas.
Tic. Toc. Tic. Toc.
El sonido de las manecillas de un reloj me distrajo de mi búsqueda. Con toda la tecnología avanzada que había en esta estación, esta antigüedad analógica me parecía fuera de lugar. Su sonsonete constante no me dejaba concentrarme bien ni olvidar que los otros tres científicos de la estación ya llevaban más de dos horas en aquel desierto cruel sin dar señales de su paradero. Supuse que la tormenta de arena que se aproximaba había cortado la señal de sus comunicadores, pero igual tenía que intentar contactarlos otra vez.
Di la vuelta y avancé hacia la mesa que se encontraba al otro lado de la habitación. Pisé con cuidado para no aplastar algún tomate o papa que luchaba por brotar en el suelo frío. Las lámparas LED que complementaban los pocos rayos de sol que llegaban a este planeta echaban una luz azulada y enfermiza que cubría todo a mi alrededor.
—A ver, ¿dónde mierda lo dejé? —me pregunté en voz alta.
Encima del escritorio había un relajo de papeles desordenados y herramientas agrícolas. Busqué entre los manuales y demás chivas pero no encontré mi comunicador. Perdí la paciencia y empecé a despejar la mesa con mi brazo, sin importar cuántos papeles cayeran al piso. Por fin hallé el diminuto dispositivo metálico y plateado que quería. Desbloqueé la pantalla con mi huella dactilar y comencé a sintonizar la frecuencia que habíamos acordado usar.
—¿Carmen? ¿Me copias? —pregunté mientras oprimía el botón en el centro de la pantalla.
La única respuesta fue estática.
Decidí enviar un mensaje escrito a mis compañeros con la esperanza de que superara la falta de señal, pero de nada sirvió. No contestó nadie.
—¿Por qué chingados tuvieron que salir de la estación? —me pregunté.
Sabía la respuesta. La NASA no iba a dejar que el clima estropeara un vehículo explorador que le costó más de mil millones de dólares cuando este se encontraba varado a sólo un par de kilómetros de nuestra base científica. Había que liberar las ruedas del rover de las piedras que lo mantenían preso y llevar el vehículo al hangar para protegerlo de la intemperie.
Miré por el ventanal de nuevo y entreví una negrura amorfa creciendo paulatinamente en el horizonte. Se arrastraba hacia mi posición como una oruga gigantesca. Era una nube de polvo descomunal, acompañada de poderosas rachas de viento.
Calculé que la tormenta llegaría a la posición del rover en poco más de una hora, dada la velocidad del viento durante las tempestades de arena que ya habíamos visto. Si todo saliera bien, a mis colegas les tomaría unos veinte minutos regresar a la base, pero dudé que ese fuera el caso. Según el plan original ya hubieran regresado hace más de una hora, o al menos me hubieran mandado alguna señal.
—No sé en qué andan metidos, pero no me van a dejar solo en este planeta fantasma —dije a nadie en particular.
Metí el comunicador en uno de los varios bolsillos de mis pantalones índigos y entré al pasadizo que conectaba el invernadero al módulo adyacente. Sentí un soplo de aire a mis espaldas cuando la compuerta se cerró detrás de mí automáticamente. A diferencia del invernadero, dentro del pasadizo no había ninguna ventana. La única fuente de iluminación era una serie de bombillas fluorescentes que emitían una luz tenue y amarillenta. Avancé por el corredor a paso apresurado. A pesar de que el pasillo no era tan largo, sentí que las paredes redondeadas se encogían a mi alrededor cual boa que estrangula lentamente a su presa.
Al llegar al otro lado del corredor una compuerta se abrió con un silbido. Entré al módulo central y agarré las llaves que colgaban de una percha en la pared. No había tiempo que perder; necesitaba conducir nuestro vehículo hasta la posición del rover para rescatar a mis colegas antes de que llegara la tormenta. Si no, la combinación del viento, la arena y las cargas electrostáticas podría dañar sus trajes espaciales o hasta averiar los dispositivos de GPS que necesitarían para regresar a la estación.
Me enfilé hacia el hangar, pasando las filas de computadoras e instrumentos científicos. Dos brazos robóticos montados en una de las mesas estaban retorcidos y contraídos en una posición que ningún humano podría imitar. Pensé que el laboratorio era un tanto tétrico cuando estaba abandonado; me agradaba más cuando había gente.
Al pasar por una última puerta, llegué por fin a la mole de metal y vidrio supuestamente irrompible que era nuestro vehículo. Era el doble del tamaño de una furgoneta, montado sobre seis gruesas ruedas imponentes que parecían las de una tanqueta. Pintado de un gris oscuro, el frente parecía la cabina de un avión mientras la parte posterior servía para llevar cargamentos. Me recordaba un poco al batimóvil de las películas.
Abrí una de las puertas de alas de gaviota y subí al vehículo. Sentado frente al volante, inserté la llave en la ranura en el centro de la consola y la giré. En lugar de un rugido, la única respuesta era una lucecita roja que se encendió para avisar que el motor estaba prendido. Presioné otro botón en el tablero para abrir el portón del hangar. Se oía un chirrido sostenido mientras la gran puerta de metal se deslizaba hacia arriba. Poco después, las ráfagas de viento invadieron el recinto y empezaron a batir el parabrisas. Jalé la palanca de mando y puse el vehículo en marcha.
Al salir del hangar noté que quedaba muy poca luz del sol. El viento era más violento de lo que esperaba; las fuertes ráfagas de aire levantaban el polvo del suelo formando remolinos. Al partir hacia las coordinadas del rover, temí que ya era demasiado tarde.