Ya no hay ovejas

Suena el despertador. Somnoliento y sin abrir los ojos, tanteo la mesita de noche con la mano. Cuando por fin encuentro el plástico frío del dispositivo molesto, oprimo el botón en el centro, desactivando el timbre agudo e irritante de la alarma. Enseguida me pongo una almohada encima de la cabeza para bloquear los rayos de sol que ya invaden mi cuarto y me miento que sólo dormiré diez minutos más. Escuchando el zumbido tranquilo del ventilador al lado de la cama y el canto de los pájaros afuera, me pierdo poco a poco en un nuevo sueño. Pura felicidad.

—¡Tomás! —grita una voz femenina desde el primer piso de la casa.

¿En serio? Sólo quiero dormir un ratito más, pienso mientras intento en vano taparme los oídos con la almohada.

—¡Tomás! ¡Ven ahora, que llegas tarde! —vuelve a vocear mi mamá.

Miro el reloj al lado de la cama, son las 7:50. ¡Mierda! ¡¿Cómo pasó el tiempo tan rápido?!

—¡Ya voy! — contesto con una mezcla de fastidio y resignación.

Por milagro, en diez minutos logro ir al baño, cepillarme los dientes, pasar un peine por mi cabello apelmazado y vestirme. Me echo unos jeans raídos, una playera con el logo de Metallica y unos tenis Converse negros. Agarro mi mochila y bajo las escaleras dos peldaños a la vez, casi saltando. Al llegar al primer piso me zampo una rebanada de pan tostado que me estaba esperando en la cubierta de mármol y salgo de casa corriendo.

—¡Tomás! ¡Espera! ¡Olvidaste tu…..!

No logro escuchar la última parte de la frase antes de que se cierre la puerta, pero no importa. No hay tiempo que perder. Sigo corriendo por la banqueta hacia la parada del bus. Entre las escasas ramas de unos árboles mustios vislumbro el camión escolar. ¡Chingón! ¡Llegaré con tiempo!

Me subo al autobús de un salto y voy directo a la última fila para sentarme sin platicar con nadie; ahorita no estoy de humor para lidiar con las pendejadas de mis compañeros. No sin antes relajarme un poquito. Me pongo unos audífonos y escucho el primer álbum de Rage Against The Machine hasta que llegamos a la preparatoria.

Al cabo de unos minutos, el camión se para en frente de un edificio imponente de color arena. Se supone que los ángulos severos de las paredes y los vanos grandes se deben a su arquitectura moderna, pero en realidad sólo recuerdan a los edificios pixelados y cuadrados de Minecraft. En frente de la fachada, en medio de unos pedazos rectangulares de pasto, unos arbustos bajos y verdes oscuros crecen en pleno desafío al calor insoportable del verano texano.

Me apeo del autobús y enfilo hacia la entrada de la escuela. Al empujar la puerta, entro a un pasillo angosto pintado de granate y un color blanquecino. Unas bombillas fluorescentes en el techo irradian una luz blanca brillante pero estéril y artificial. Hacia el final del pasillo, unas filas de casilleros cubren las dos paredes. A sólo unos pasos frente a mí, veo una especie de portal de plástico sin puerta, un detector de metales. Sentado a su lado, un guardia corpulento y bigotón sigue leyendo un periódico. Como de costumbre cuando me topo con alguien que apenas conozco, una mueca que se aproxima a una sonrisa se dibuja en mi rostro. Prosigo a caminar tranquilamente por el detector de metales; no emite ni el menor pitido.

—Oye muchacho, espera. —ordena el vigilante.

—¿Hay algún problema?

—Retrocede y vuelve a pasar por el detector.

—Ok, está bien.

Sigo sus órdenes, caminando más despacio esta vez. De nuevo, la máquina no produce ningún sonido. Se acelera mi pulso cuando ya empiezo a sospechar cuál es el problema.

—Ven acá y abre tu mochila.

Me acerco a su silla y me quito la mochila, abriendo el cierre para mostrar su contenido. El guardia comienza a hurgar entre mis libros y cuadernos.

—Ajá, justo como pensé. No traes arma.

—¿Cómo?

Bajo la mirada e inspecciono la mochila yo mismo. No encuentro más que libretas, libros de texto y un par de lápices. ¡Chin! Ya sé qué es lo que mi mamá quería recordarme.

—Ay, parece que se me olvidó…. — contesto avergonzado, ruborizándome un poco.

—Ya sabes que no te puedo dejar entrar así. Va en contra de las reglas.

—Pero.. tengo una navaja en mi locker. ¿Bastará con eso? —pregunto, esperando que el guardia tuerza las normas.

El vigilante me mira con displicencia mientras agarra un termo plateado lleno de café.

—No. Vete a casa y no vuelvas sin tu pistola. No es seguro andar desarmado, si los demás se enteran más de uno podría aprovecharse de la situación.

Sé que tiene razón. Dejo escapar un suspiro de resignación antes de marcharme a casa.

***

Todo cambió hace cuatro años. Hubo tres tiroteos masivos en menos de cinco meses — sólo aquí en el estado de Texas — y la gente se hartó. Se hartó de tenerle pavor a los desconocidos, de temer que alguien los lastimara por alguna vendetta ajena o que un ladrón los asaltara. Después de largos meses de titulares cruentos, imágenes de cadáveres sangrientos en las calles y madres que lloraban la muerte de sus hijos en los noticieros, comenzó un nuevo movimiento político. Los deudos de los difuntos buscaban un cambio radical, algo que pudiera parar la carnicería de gente inocente, y al final decidieron que había que cambiar de estrategia. Que en lugar de restringir el acceso a las armas, como reclamaban las víctimas en lugares progresistas como California y Miami, sería más eficaz armar a cada uno de los ciudadanos, sin excepción. No bastaba con tener el derecho constitucional a estar armado, había que darle una pistola a todos y exigir por ley que las portaran a cualquier lugar público para disuadir más balaceras masivas. Lo que es más, el nuevo cambio armamentístico tendría que extenderse para incluir a los estudiantes en la preparatoria a partir de los catorce años, pues históricamente han sido los más vulnerables durante los tiroteos masivos. Ningún lobo podría atacar a una pobre oveja indefensa porque simplemente ya no habría ovejas.

Las cosas no han vuelto a ser iguales después de que el gobierno texano cambió la constitución estatal por referéndum. Al caminar por los pasillos de la escuela y encontrarme con algún bully que me mira feo, sólo tengo que bajar la mano derecha hasta la cintura y tocar el cuero suave pero duro de la funda. En cuanto toque la pistola, un torrente de adrenalina comienza a fluir por mis venas a raudales, aumentando mis sentidos. Siento que mi pulso se acelera, que puedo escuchar la conversación de unos alumnos que cuchichean a metros de mí, que percibo las gotas de sudor que perlan la frente de mi acosador. Aunque la sensación de adrenalina y empoderamiento ha disminuido un poco con el tiempo, sigue ahí, adictiva.

***

—Oye Tomás, ¿qué crees que vamos a ver en Planet Earth el día de hoy? ¿Ositos polares tristes que titiritan en el último pedacito de hielo en el ártico? ¿Los bonobos que practican esgrima con los nepes? —me pregunta David.

—¿Qué? ¿Hay monos que hacen eso? —contesto.

—Pues claro, ¿no escuchaste al profe el otro día?

—No, supongo que a mí no me interesan tanto los pitos de chango como a ti, güey.

—No te hagas jajaja, si vamos a clases de biología es para aprender algo, ¿no?

—Ya veo qué has aprendido tú jaja.

Saco un par de libros de texto y cierro mi casillero. Le echo un vistazo a la pantalla de mi iPhone para checar la hora.

—Oye bro, date prisa —digo—. Y van a empezar.

—Va, listo. —contesta David, cerrando su locker y echándose a andar.

Al entrar al salón, camino por las filas de pupitres hasta tomar asiento en el fondo del cuarto al lado de mi cuate. Debe de haber unos treinta estudiantes en la sala: una mezcla rara de mexicanos que lograron trepar el muro, un puñado de gringos blancos (rednecks en su mayoría), un par de afroamericanos con rastas y una nerd asiática simbólica; típico para una escuela pública en El Paso. Al ver a los últimos rezagados entrar por la puerta, noto que un atleta de pelo rubio cortado al rape me lanza una mirada fea antes de sentarse. Nunca me cayó bien ese Chris.

Mientras los demás alumnos continúan cotorreando, el profesor Whittington camina hacia el frente del salón y baja una gran pantalla blanca que cuelga de la pared, cubriendo el pizarrón detrás.

—Silencio, por favor. La clase ya ha empezado —anuncia el maestro mientras enciende el proyector—. ¿Alguien sería tan amable de apagar las luces?

La ñoña filipina se levanta de su asiento en la primera fila y obedece alegremente.

—Gracias, Natalie. Veamos, ¿dónde lo dejamos ayer? —se pregunta el profe en voz alta mientras adelanta el video. Escenas de ballenas descomunales varadas en la playa, pájaros de colores vivos que trinan alegres y tortugas que ponen sus huevos por la noche llenan la pantalla en rápida sucesión.

—¡Ahí, profe! ¡Justo ahí! —contesta una voz que no ubico, al momento en que un león hunde sus garras filosas en una gacela desprevenida.

—Ah, muy bien, gracias Antonio.

El maestro oprime el botón de play y prosigue a volver a su escritorio y clavar los ojos en su computadora. Seguro que está checando el Facebook.

—¡Pssst! —chista alguien a mis espaldas.

Algo me golpea en el hombro y cae silenciosamente al suelo. Sorprendido, miro abajo y recojo la bolita de papel que está al lado de mi pie. Manteniéndolo cerca del regazo, despliego furtivamente el pedacito de papel arrugado para leer su mensaje en inglés:

Ya sé que eras tú

Estrujo el papel y lo guardo en mi bolsillo. ¿Quién es este pendejo? Miro discretamente a mi alrededor para buscar pistas sobre quién había arrojado la bolita. Nada. Al parecer todos siguen envueltos en la película, o en sus celulares.

¡Thwack!

Me da en la oreja esta vez. Con el rostro enrojeciendo de molestia, me inclino y recojo otra bolita de papel del suelo. La abro rápidamente y leo:

Te voy a joder

Enojado, vuelvo a examinar mi entorno. Una chica reposa la cabeza en su pupitre, dormitando. Nadie me está mirando.

—Oye hermano, ¿todo bien? —me pregunta David en un susurro.

—No sé, creo que alguien me está haciendo una broma pesada —contesto.

Y entonces lo veo. Un cabrón que lleva una chamarra deportiva me está mirando con odio, frunciendo el ceño tan duro que sus cejas corren el riesgo de fusionarse de manera permanente.

—Oye, ¿cuál es tu problema? —le pregunto a Chris en un susurro alto.

—Sabes perfectamente lo que hiciste —me gruñe.

—No tengo ni idea de qué estás hablando. Explícamelo, soy todo oídos.

Me fulmina con la mirada.

—Te cogiste a mi novia, pendejo.

—¡¿Qué?! Estás chiflado, hermano. Daniela siquiera me saluda cuando nos cruzamos en los pasillos.

—¿Me tomas por tonto? Un amigo me contó que vio a ustedes dos fajándose detrás del estadio de fútbol cuando creían que nadie los veía.

—¿Quién dijo eso, uno de tus secuaces? —interrumpe David—. Ese rumor no prueba nada, ¿cómo sabes que tu amiguito no te está jodiendo?

—¡Cállate la puta boca! No te estoy hablando a ti —espeta Chris—. Sé que es verdad porque tomó una foto.

Al momento que Chris saca un celular, echo mano a la funda de mi pistola por instinto. El movimiento no pasa desapercibido para Chris, quien corresponde el gesto.

—¡Oigan, muchachos! —interrumpe el profesor, poniendo el video en pausa. —¿Por qué hacen tanto ruido? ¿Hay algún problema?

—Sí profe, de hecho sí que lo hay —responde Chris, poniéndose de pie y apuntándome con su pistola—. Este frijolero hijo de puta se cogió a mi novia, y ahora tiene los santos huevos de actuar como si nada hubiera pasado.

—¡No hagas una estupidez! —grita David, empuñando su arma antes de que yo pueda reaccionar—. Tomás nunca haría algo así y lo sabes. ¿Ya le preguntaste a Daniela sobre esto?

Nuestros colegas permanecen en un silencio incómodo, mirando atónitos mientras el atleta pendejo me sigue encañonando. El profe se queda mudo, congelado.

—No me dirige la palabra desde hace casi una semana. Esa ramera ni tiene las agallas para mirarme a los ojos ahora.

—Pues no la culpo, si tiene un novio tan bruto e idiota como tú, pendejo —interrumpe Antonio.

En un arrebato de enojo, Chris gira rápidamente y apunta a Antonio, cuyo rostro rechoncho no da muestras de miedo. Aprovecho para sacar mi pistola y poner a Chris en la mira. El metal del arma se siente frío en mis manos sudorosas.

—¡No te metas, cabrón! —grita Chris.

—¡Muchachos! ¡Muchachos! —chilla atemorizado el maestro. —¡Cálmense! Esta no es la manera de…

—No, profe —interrumpe firme Antonio—. Esta es una especie de disputa familiar que atañe a muchos en esta sala. Más vale acabarla ahora mismo.

—¿De qué estás hablando, Antonio? —pregunta el Sr. Whittington, cada vez más preocupado.

—Todos sabemos que Chris es el hijo de puta más antipático en esta escuela —continúa Antonio, manteniendo sus pequeños ojos negros fijados en el deportista nervioso frente a él. —Cuando éramos niños era el típico bully que empezaba peleas con los nerds para hacerse sentir superior. Ahora sabe que no debería agredirnos físicamente, pero los mismos impulsos de cabrón siguen compeliéndole a jodernos todo el tiempo. No deja de ningunear a los demás, ya sea fanfarroneando sobre la fortuna de su papá o difundiendo falsos rumores sobre la gente. Todos estamos hartos de sus mamadas.

—¿Pero qué dices? —responde Chris—. ¿Qué te hice a ti?

—¿Cómo que no te acuerdas? A ver si esta cicatriz te ayuda a recordar —dice Antonio, volviendo la cabeza para revelar un trozo de piel rosada en medio del cuero cabelludo—. Hace unos años, te vi con tus amigos jugando baloncesto. Te pregunté si podía jugar con ustedes, pero sólo te burlaste de mí por mi sobrepeso y me empujaste para alejarme del grupo. Me caí y me golpeé la cabeza.

—¿Qué? De verdad, no me acuerdo de eso —contesta Chris, tragando saliva—. No sabía que estabas herido. Y si te hice una idiotez alguna vez…. lo siento, ¿ok? ¿Cuántos años teníamos? ¿Once? ¿Doce? ¿Cómo me vas a juzgar por algo que hice cuando éramos chicos?

—¿Y qué hay de mí? —suelta Natalia, temblando de una mezcla de nervios y rencor.

—A ver, Natalia, ya te pedí disculpas. Pensé que habíamos dejado eso atrás.

—¿Tú crees? Sólo pregunté si podíamos estudiar juntos alguna vez, ¿y qué hiciste? No sólo me rechazaste, ¡no parabas de hablar con tus amiguitos sobre como esa “cerda gorda” estaba enamorada de ti! ¡Te odio, pendejo! —chilla la morena chaparra, sacando una Colt 45 pavonada de su bolsa.

Entrando en pánico, Chris parece darse cuenta de que se está quedando sin opciones.

—Oigan muchachos, ¿me van a dejar acá solo a lidiar con esta mierda? —pregunta Chris, dirigiéndose al puñado de atletas vestidos con sendas chaquetas deportivas sentados a sus espaldas. —¡Como algo me pase, les juro que mi papá hará que nunca vuelvan a jugar fútbol en sus putas vidas!

Dudando un momento, sus pocos amigos se levantan y empuñan armas mientras unos estudiantes más salen en defensa de Antonio, Natalia y mí. Parece subir la temperatura del cuarto mientras cada quien elige su blanco. Despavorido, el maestro corre por la salida a buscar ayuda.

—Chris, quiero que sepas algo antes de empezar —digo, amartillando la pistola.

—¿Y qué es eso, frijolero de mierda?

—Que Daniela gime como loca en la cama.

Al jalar el gatillo, sigue un coro de balazos, estruendos metálicos y ayes de dolor.

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