El mesero
—¡Se está muriendo! ¡Se está muriendo! —gritó un hombre corpulento de rostro rubicundo. Temblando de pies a cabeza, el gordinflón se desbordaba de rabia en su estado más puro.
—¡Ya voy! ¡Ya voy! —contestó un muchacho espigado, enjugando el sudor de su frente.
El tipo obeso le apuntaba con un dedo acusatorio, rollizo como una salchicha a punto de reventarse.
—¡Esta es la última vez que me haces esto, Liam! ¡Si no dejas de darme estos putos dolores de cabeza, vas a la calle!
Cabizbajo y lívido del susto, Liam se aproximó lentamente a una cubierta de acero que emanaba un calor abrasador. Languideciendo en el primer estante yacían los restos de un pájaro rostizado, friéndose bajo las implacables bobinas calentadoras. Al otro lado de las barras de metal, el hombre airado le miraba fijamente con sus dos ojos diminutos y negros como el chapopote. Con el gran gorro blanco puesto, aparentaba ser un palmo más alto que los demás.
—¿Crees que la gente viene al club para comer codorniz frito? ¡¿Eh, cabrón?!
Liam temblaba. Sin hacer contacto visual, le contestó:
—N-no chef….
—¡¡Exacto!! Nadie quiere pagar una fortuna por comida seca y MUERTA. Así que no seas pendejo, y ¡¡¡sirve la comida ya!!!
—S-sí, chef… —logró titubear el mesero atemorizado.
Tan rápido como pudo, Liam cargó el plato de codorniz en una bandeja negra, la cual colocó precariamente sobre las yemas de los dedos antes de salir de la cocina a paso presuroso.
Este pinche chef está loco, pensó Liam.
No era la primera vez que el chef le había bombardeado con peladeces, y no sería la última. Ese hombretón regordete amaba su oficio (su orgullo era lo que más lo definía como persona) y si el más nimio detalle de una cena salía mal, el chef se encargaría personalmente de armar un escándalo infernal hasta que o el problema se arreglara o todos los demás murieran de un patatús fulminante. A veces Liam mascullaba quejas en voz bajita, invocando al dios de las cocinas para que reemplazara a ese hombre tan irascible y desagradable. Pero en el fondo, sabía que de nada serviría. En los tres años que llevaba sirviendo mesas después de sus clases de la universidad, había trabajado con cuatro chefs. Todos eran divas. Como cualquier antropoide atrapado en un mismo sitio seis horas al día sin mejores cosas que hacer, se empapaba del chisme. Y en una de esas charlas furtivas, descubrió que el chef original del restaurante era el más estricto de todos: era un exmarino. Liam se estremeció sólo al pensarlo.
El muchacho salió de las puertas dobles de la cocina a trompicones, tratando de esquivar el enjambre de meseros y clientes que pululaban frenéticamente a su alrededor sin dejar caer la comida. En situaciones así, a Liam todos los demás le parecían linebackers resueltos a taclearlo y arrebatarle la bandeja. Incluso las niñitas que sólo querían ir al baño.
—¡Oye, tú! —gritó alguien de la multitud, chasqueando los dedos ruidosamente como si llamara a un perro.
Liam se detuvo para examinar su entorno, buscando de dónde venía el sonido.
—¡Sí, tú! ¡Ven acá, joven! —continuó la voz grave.
Al darse una vuelta de 180 grados, Liam se topó con un hombre de negocios que agitaba el brazo de manera exagerada y afectada para llamar su atención. El tipo tenía un aspecto tan raro —casi batracio— que hizo que Liam se quedara en silencio un momento mientras lo examinaba. Tenía el pelo peinado hacia atrás, pegado a su cráneo con una cantidad copiosa de gel; sus lentes gruesos magnificaban dos veces el tamaño de sus ojos verdosos. En lugar de un cuello, sus mejillas regordetas terminaban en una papada imponente, que parecía inflarse ligeramente al hablar. Llevaba un traje costosísimo e impecablemente planchado, pero sus colores abigarrados no combinaban entre sí. Para colmo, calzaba unos zapatos de vestir hechos de un charol demasiado reluciente y ofensivamente azul. El tipo parecía un sapo mal vestido.
—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarle? —preguntó Liam.
—Mira, ¿ves esa mujer ahí? —respondió el hombre rana, apuntando con un dedo grasoso hacia otra mesa—. Dime, ¿qué tiene en su plato?
Extrañado, Liam entornó los ojos y observó a la dama que platicaba con sus amigas.
—Este… codorniz, me parece.
—¡No! —croó el tipo.
—¿Perdón? —contestó el muchacho, alarmado.
—Mira otra vez. Esa mujer tiene más comida que yo. A ver, explícame cómo es posible, si pedimos el mismísimo plato.
—No sé…. la verdad no veo mucha diferencia, señor.
¡Zas! El tipo golpeó la mesa con la palma de la mano.
—Eso es inaceptable. Vuelve ahora mismo a la cocina, y tráeme otro plato, con un pájaro más grande esta vez.
—A ver, señor, haré lo que pueda, pero tendré que hablar con el chef… —balbuceó Liam, dándose una vuelta. Antes de que pudiera escaparse, sintió una mano sudorosa y fría como de un anfibio agarrarle el hombro.
—¡Espera! ¿Qué tienes ahí en la bandeja?
—Es…
—¡Codorniz! —gritó el sujeto, arrebatando el plato de la charola antes de que Liam pudiera reaccionar.
El muchacho se quedó estupefacto mientras el corpulento hombre comenzaba a devorar con gula la carne robada. Cuando por fin el chirrido agudo de un tenedor le devolvió a la realidad, el chico se escabulló a la cocina.
Qué suerte la suya. ¿Por qué todo tenía que salir mal a la vez? ¿Y por qué durante un banquete tan importante? El alcalde de Los Ángeles no celebraba su cumpleaños todos los días. Liam no tenía ganas de molestar al chef otra vez, pero no le quedaba de otra…
—Eh…. ¿chef? —chilló tímidamente el muchacho, posicionándose detrás de la cubierta a manera de escudo, por si el chef tenía a bien arrojar un plato de paella en su dirección.
—¿Sí? ¡¿Qué mierda pasa ahora?!
A Liam le temblaba el labio inferior.
—Un invitado está… descontento…
—¿Descontento cómo?
El chef examinaba detenidamente al mesero atemorizado como seguramente lo haría Terminator antes de destruir al enemigo.
—No le gustó su plato, dijo que era más pequeño que el de alguien más….
—¡JA! —bufó el chef con malicia—. El tipo debe de tenerla bien chiquita. Dile que le tocó lo que le tocó. Tenemos un banquete para más de doscientos invitados, no podemos cocinar a pedido.
—Ok, pero…. ya tomó otro plato.
—¿Cómo que tomó otro plato?
—Pues, vio que traía un plato para alguien más, y me lo arrebató antes de que pudiera decir nada.
—¡¿Qué?! ¡No me jodas, Liam! ¡¿No tienes huevos, o qué?!
—…
—¡Bah! ¡Ok! Haré otro plato, pero este es el último, ¿me oyes? Haz tu trabajo, y ¡¡no la cagues!!
Horrorizado, Liam se escabulló por las puertas dobles y pausó un momento en el pasillo de los meseros para tomar un poquito de agua. Se le hacía un nudo en la garganta, y le sudaban las palmas de las manos como si el cuarto estuviera a 40 grados.
No es mi culpa, no es mi culpa. Sólo tengo que sobrevivir esta noche, y todo volverá a la normalidad, pensó.
Agarró un jarrón de agua y salió al comedor para rellenar los vasos de todos los clientes. Bueno, casi todos. Intentaba mantenerse lejitos de la mesa del hombre rana. Que alguien más se encargara de ese tipo.
Pasaron los minutos, y pronto empezó a recolectar los platos y trastes sucios, poniéndolos en su charola para después darle una ofrenda de huesos roídos y verduras apachurradas a la bazofia repugnante que se apoderaba poco a poco del bote de basura. Odiaba esa parte de la noche. Sin embargo, todo estaba relativamente tranquilo, hasta que pasó lo inevitable:
—¡Psss! ¡Eh, tú!
No otra vez…
—¡Ven aquí, joven! —el sapo humanoide ya le miraba fijamente a los ojos. Tragando saliva, Liam acató su orden.
—¿Sí señor? Dígame.
—Ese otro plato que me trajiste era un asco. ¡Un asco! Ni siquiera tenía la guarnición que pedí. Quería brócoli, no esos espárragos de mierda.
—Pero señor, ese plato no era para usted….
—¡¿Y qué importa?! El plato original tampoco los tenía. Si me hubieras traído lo que pedí la primera vez, no estaríamos teniendo esta discusión. Además, llevo esperando una eternidad para que alguien rellene mi vaso de agua. ¡¿Qué tan difícil es rellenar un puto vaso?! ¡Quiero un reembolso!
—Disculpe señor, disculpe. Voy a hablar con el chef otra vez, a ver si podemos arreglar esto…
Liam no iba a hablar con el chef. Ya llevaba demasiado tiempo siendo la piñata abusada y golpeada por los demás, estaba harto de ser el chivo expiatorio. Se excusó de la mesa y se retiró al pasillo de los meseros, comenzando a pensar en las posibilidades…
Liam nunca había escupido en la comida de nadie, pero esta noche lo empujaba a sus límites. Nadie me vería, nadie tendría por qué saberlo, pensó. Al volver por el postre, podría agarrar un trozo de pay de manzana, hacer un huequito en él y —¡plaf!— darle un escupitajo gordo. Dada la consistencia del pay, nadie notaría un pequeño gargajo blancuzco hábilmente mezclado con el relleno de frutita. Hasta podría dárselo gratis, como una ofrenda de paz. Ñam ñam.
¿Sería capaz de hacer algo así? Liam no sabía. Se preguntaba si ese hombre tan feo le caía en los huevos a todos, o sólo a él. Porque estaba seguro de que alguien más habría escupido en su comida hace siglos, o hecho algo peor…
El asistente
Allá en el horizonte, el sol salió perezosamente. Poco a poco, sus rayos cubrieron la playa, calentando toda la isla hasta llegar a una temperatura templada y acogedora. Pablo estaba tumbado en una hamaca, que se mecía suavemente en la brisa tropical. Mientras escuchaba las olas romperse tranquilamente en la orilla, se quitó los lentes de sol y empezó a observar a la gente. Era una playa nudista, pero no de esas donde todos son viejitos de piel curtida y partes caídas. No, nada de esa mierda. Aquí todos eran jóvenes, hembras en su totalidad, tan bellas que fácilmente podrían tener carreras como actrices o modelos. En fin, todo era tan… perfecto.
Pero no.
De repente, Pablo sintió algo extraño y mojado invadir el interior de su oreja. ¿Sería la lengua de un perro curioso? La sensación molesta se intensificaba, algo o alguien intentaba lubricar sus oídos con malicia.
Pablo abrió los ojos.
—¡¿Qué diablos!? —exclamó, con el corazón latiendo tan rápido como un martillo neumático.
—¡¡Jajajaja!! —se rió alguien a sus espaldas—. ¡Si hubieras visto tu cara!
Pablo se dio la vuelta. Justo en frente de él, elevándose como Godzilla, encontró a un hombre obeso, de apariencia no precisamente apuesto. Llevaba el pelo relamido hasta el extremo, y una corbata roja que no encajaba ni un poquito con sus zapatos hechos de un charol demasiado reluciente y ofensivamente azul. Mientras el sujeto continuaba carcajeándose salvajemente, sostenía en el aire un dedo índice mojado con saliva, que relucía en la luz fluorescente. Acababa de gastar una de sus bromas preferidas.
—¿Por qué haces eso? —se quejó Pablo.
—Porque siempre te duermes cuando deberías estar trabajando como un buen empleadito del estado —replicó David.
—No estaba durmiendo, me estaba concentrando —contestó Pablo, tocándose las comisuras de la boca con disimulo para secar un hilo de baba.
—Claro…
—¡Es verdad! Mira, estaba procesando las facturas del banquete del otro día. Revisé los detalles de nuestro acuerdo con el restaurante, y creo que podríamos tener derecho a una devolución parcial de los gastos.
—¿Parcial? Ni madres —gruñó David—. Esa comida era una mierda, y el servicio también. No voy a aceptar nada menos que un reembolso total del evento.
—A ver, no sé si se pueda…
—¿No sabes, o no quieres? —interrumpió David—. No seas huevón y llá – ma – los. A veces me pregunto por qué carajo te pagamos…
—….
—¿Por qué me sigues mirando como un bobo? ¡Hazlo ya! Y nada de excusas idiotas esta vez, o te prometo que te reemplazaré con la pasante nalgona esa, al menos así disfrutaría estas reunioncitas —sentenció David, saliendo del despacho con un portazo.
Pablo dejó escapar un suspiro, no sabía si era de alivio o de resignación. Probablemente ese último. Era un sentimiento que le era demasiado familiar, ya que llevaba más de dos años en el mismo trabajo de mierda. Había conseguido el puesto poco después de graduarse de la universidad, pensando que iba a ayudarle a perseguir la carrera que de verdad quería —la de un activista político—. Pensaba que al trabajar en una oficina del gobierno local, aprendería lecciones valiosas sobre la política, que conocería a gente importante. Se equivocó. Casi nunca salía del clóset monótono y sin ventanas que llamaba un despacho — un cuarto tan chiquito e inundado de papeleo que le daría pesadillas a cualquiera con el menor toque de claustrofobia. Ni siquiera hablaba mucho con gente en la oficina. Pensándolo bien, Pablo creía que sólo le había dicho “Hola” a la pasante del despacho adyacente una vez ese verano. Y es que David, su jefe, lo mantenía preso. No físicamente, por supuesto, pero psicológicamente. Era su perra.
Si a veces Pablo llegaba a dormitar —brevemente— en su escritorio, era porque su nivel de aburrimiento podía llegar a ser verdaderamente asombroso. Tenía tan pocas cosas que hacer, y demasiado tiempo con el que hacerlas. A alguien más, quizá le habría parecido maravilloso. A Pablo no. Tenía una mente muy activa, necesitaba estimulación, retos a vencer, y sin embargo en esta mazmorra de una oficina no los tenía. Con cierta displicencia, se retaba a ver cuántas páginas de una ordenanza municipal podía hojear sin cortarse el dedo con el papel. A veces, intentaba teclear informes de manera que cada teclazo seguía el ritmo de Smoke on the Water:
Clack, clic, claaack, clack, click, clac-claaack…
Era de esperarse que el tiempo pasara lento, pero esto era algo de otro mundo. Cada vez que Pablo miraba el reloj anticuado y percudido que adornaba su escritorio, veía con consternación cómo las manecillas diminutas parecían moverse para atrás. Cada pestañeo, cada bostezo, lo transportaba a cinco minutos en el pasado. No había escapatoria. Excepto, quizá, durante esos dichosos y maravillosos momentos cuando se encontraba en su isla del paraíso.
Pero ese era precisamente el problema. Su jefe lo había descubierto, hace unos buenos meses ya, inconsciente sobre su teclado. No dijo nada en ese momento. No, no. El bastardo le tomó fotos en varias poses vergonzosas, capturando en perfecto detalle los hilos de baba incriminatorios que caían de sus labios. Y sólo luego, un día cualquiera, sorprendió a su asistente con las tomas, amenazándole con una despedida fulminante si no hacía todo lo que le decía a partir de ese momento. Y no sólo eso, el muy hijo de puta juró que enviaría las fotos a todos sus amiguitos en el sector, para que nadie volvería a contratar a Pablo, el hazmerreír del pueblo.
No lo iba a hacer, en realidad. Le resultaba mucho más jugoso tener un lacayo siempre a su disposición, que podía recoger su ropa de la tintorería y traerle café caliente cuando le diera la gana. Era como tener un perrito, uno bien adiestrado. Además, Pablo sospechaba que su jefe simplemente disfrutaba tener alguien a quien atormentar.
Era verdad que Pablo temía por su trabajo, le urgía el dinero. Pero también era cierto que los abusos de su jefe le volvían cada vez más amargo y resentido…
Pasaron las horas, y el sol empezaba a ponerse en el horizonte — al menos eso imaginaba Pablo, porque la luz artificial y enfermiza del cuarto nunca cambiaba. Justo cuando comenzaba a empacar sus cosas para volver a casa, escuchó el golpeteo de los estúpidos zapatos azules de su jefe que se aproximaba a su despacho.
—¿Ya terminaste tu reporte?
—¿Qué reporte, jefe?
—El de los gastos fiscales proyectados para abril. Te dije que lo prepararas para hoy, ¿te acuerdas?
—No, no creo me hayas dicho nada sobre eso… Yo nunca he trabajado en ese tipo de reporte.
—Pues hoy sí, muchacho —contestó su jefe, dejando caer en el escritorio una enorme carpeta de manila rebosante de papeleo—. Ahí tienes todo lo que necesitas.
—Pero es viernes, y tengo planes para cenar con mi novia… ¿Cuánto tiempo me va a tomar procesar todo eso?
—No mucho, yo calculo que unas… seis horas —respondió David, riéndose con malicia—. Y necesito que lo termines hoy.
—¡¿Qué?! No puedo hacer eso, lo siento, jefe.
—¿Ah no? Ok, pues no te preocupes. Hago una llamada y ya mismo la nalgona tendrá tu trabajo. Se vería realmente sexi en esa silla… —dijo David, formando una cámara con los dedos para visualizar la escena—. ¡Puaj! Ahora te estoy imaginando a ti con tetas. ¡Qué asco!
Pablo no dijo nada. Cabizbajo y apretando los dientes, echó mano a la carpeta para tácitamente aceptar la tarea engorrosa. En el rostro del gordo se dibujaba una sonrisa tan grande como la de un payaso fantasmagórico. Sin más, se dio la vuelta y abandonó a Pablo a su destino.
Que se ría el cabrón, pensó Pablo. Si ese hijo de puta sigue así, va a ser la perra de alguien más…
El basurero
Una mole de metal irrumpió en la escena, perturbando la frágil paz de la mañana con los ruidos estridentes de su maquinaria y unos pitidos repetitivos. Todos los perros de las casas cercanas ladraban como locos, intentando amedrentar al nuevo intruso que invadía su territorio, pero el gran camión de color arena no parecía oírlos. Afortunadamente para los vecinos aún durmientes, el escándalo no iba a durar para siempre.
Al detenerse el camión, se apearon dos hombres, vestidos con sendos chalecos de color naranja radioactiva. El más fornido caminó hasta la entrada de la casa más cercana, para después recoger el bote de basura y arrimarlo al vehículo traqueteante. Como si de un Transformer se tratara, una enorme garra de acero emergió del lado del camión, que agarró el bote y lo levantó en el aire sin esfuerzo alguno. Con un par de movimientos ágiles, vertió el contenido del bote en la caja del camión.
A pesar de la magia que pasaba a sus espaldas, los dos hombres parecían indiferentes. Sólo seguían trabajando, periódicamente enjugando el sudor de su frente y tratando de no mancharse con los desechos más hediondos. Al cabo de unos minutos, Gabriel decidió romper el silencio tedioso:
—¿Qué es lo más raro que has encontrado en la basura? —preguntó el fortachón de tez morena, mientras seguía caminando.
—Hmmm… —pensó en voz alta José, enclenque y de bigotito ralo —. Tendría que pensarlo.
—Yo no —contestó Gabriel—, he visto cosas en esta chamba. Cosas que no puedo olvidar.
—¿Ah sí? ¿Qué cosas?
—A ver, he visto trofeos, televisores nuevecitos de plasma, dólares…
—¡¿Qué?! No manches, ¿quién tiraría dinero así?
—Pos ya sabes, estamos en Los Ángeles. Pinches actores, no saben qué hacer con toda esa lana.
—Están locos….
—Ni me digas. Un día, hasta encontré un álbum de fotos apuñalado con un cuchillo grandote, güey.
—¿En serio?
—Sip, así como lo escuchaste.
—Mierda… —respondió José, atónito. Resopló con esfuerzo al agarrar un bote rebosante de desechos—. Pero a ver, eres bien suertudo, ¿sabes? A mí nunca me ha tocado encontrar varos, ni televisores nuevos en la basura. Sólo cosas bien asquerosas, güey. Ratas muertas, condones usados… una vez hasta me tocó ver una rata dentro de un condón usado.
—¡Puaj! —exclamó Gabriel, sacudiendo una imaginaria capa de mugre de sus guantes. —Pero yo tampoco veo cosas bonitas todo el tiempo, ¿sabes? Hace unas semanas, encontré unas bolsas que estaban todas cubiertas de un polvo blanco y grumoso, y te juro que no sabía si era coca o las cenizas de alguna abuelita.
—¿No lo esnifaste para averiguarlo? —preguntó José con un tono burlón.
—No me meto esa mierda, güey —respondió Gabriel, dándole un pequeño empellón.
—Menos mal, no sé si te podría soportar si tuvieras un malviaje de polvo de abuelita.
—No seas mamón —contestó Gabriel, riéndose.
Los dos hombres siguieron así, bromeando mientras avanzaban por el vecindario recogiendo la basura de los demás. Pasaron mansiones millonarias, flamantes autos deportivos, palmeras imposiblemente altas, pero también músicos vagabundos y casuchas que parecían ensuciarse y desmoronarse en tiempo real. Con el sol brillante y cegador elevándose en el cielo, resultaba ser uno de esos calurosos días de verano donde todos los chamaquitos del barrio quieren freír un huevo en la banqueta. No importaba, Gabriel y José ya estaban bien acostumbrados a sudar en la chamba. Todo transcurría sin incidentes, hasta que, al llegar frente a una vivienda modesta de estilo mexicano, ocurrió algo de lo más inesperado.
—¡¡Para, para, para!! —gritó Gabriel a todo pulmón.
—¡¿Qué pasa?! —respondió el conductor, frenando en seco y apagando la maquinaria.
—¿Qué sucede? —preguntó José.
—Un momento —dijo Gabriel, escueto. Sostenía una mano en el aire para que nadie más se moviera mientras él se aproximaba a la caja del camión.
Había visto algo. Algo raro que se cayó de uno de los botes. No sabía con certeza qué era, pero tenía que averiguarlo. Apoyando una mano en la defensa trasera del vehículo, se encaramó hasta llegar al cargamento. Escaneó la miríada de bolsas negras hasta atisbar el objeto misterioso: un zapato, hecho de un charol demasiado reluciente y ofensivamente azul. Parecía uno de esos zapatos de vestir que compran los peces gordos con demasiado dinero pero muy mal gusto. Sin saber bien por qué le llamaba tanto la atención, Gabriel pisó con cuidado hasta llegar a su posición. Movió una gran bolsa de plástico con una mano, y con la otra agarró el calzado abandonado para poderlo examinar. Al constatar con horror que no estaba vacío, Gabriel dejó escapar un alarido que helaba la sangre.
Un pie.
Ahí, en la palma de su mano temblante, sostenía un pie humano. Alguien lo había cercenado toscamente con un cuchillo, o con una sierra quizá. De entre esa masa repugnante de músculo, tendones y piel cubierta de sangre coagulada, se asomaba una esquirla de tibia. A unos escasos metros de Gabriel, yacía el torso desmembrado y abotargado de un hombre. El cadáver era obeso, de piel grisácea y mojada con una sustancia imposible de identificar, como si se tratara de un inmenso hombre sapo.
Una oleada de nauseas se apoderó de Gabriel. Apenas conteniendo las arcadas, arrojó el pie mochado y saltó hacia la seguridad de la calle. Sobresaltados, sus compañeros intentaron averiguar qué demonios pasaba. Gabriel no contestaba sus preguntas. Sólo fijaba la mirada en el asfalto negrísimo y se esforzaba para no vomitar.
Ahora sí que lo había visto todo.