Los otros héroes

Era realmente impresionante. Luis nunca había visto la Estatua de la Libertad, pero cada detalle le pareció magnífico: el óxido verdoso y centenario, la antorcha en alto, la corona puntiaguda, la toga como las que había en la película gringa esa que amaba. ¿Animal House, se llamaba? Luis se acercaba tantito para tomarse una selfie, cuando notó algo raro en aquella figura: los ojos estaban un poco entrecerrados, como los de una asiática. ¿No se suponía que la modelo era una güera francesa? 

Y entonces la estatua lo miró. 

A Luis le dio tantas ñáñaras que saltó visiblemente en la banqueta. Una vez recuperado del susto, miró una vez más a la estatua viviente. La imitadora extendía la mano hacia él, pidiendo una propina por tomarse una selfie con ella.

—No, gracias —balbuceó Luis, incómodo.

Qué vergüenza. Era su primera vez en Nueva York, y siempre había soñado con ver la Estatua de la Libertad en persona, pero ese día no le dio tiempo. Pensó que había tenido suerte al toparse con una réplica en la calle, y que podría ahorrarse unos dolaritos evitando ese viajecito en el ferry. Nop. Y qué mala onda, de verdad estaba convencido de que esa mujer estaba hecha de piedra.

Ruborizado, apresuraba el paso por la Quinta Avenida, absorbiendo todas las sensaciones novedosas de la calle: los gritos y pitidos de los taxistas patanes, el olor penetrante de comida grasosa y polución, el mar de gente que siempre se apuraba desesperadamente para llegar a quién chingados sabía dónde. Ahora que lo pensaba, no le parecía tan diferente a la CDMX. Sólo que en Gringolandia te topabas con más acentos raros.

Mientras seguía caminando, le entró por la nariz un aroma siempre irresistible: el de un hot dog suculento y recién hecho. Cambiando de rumbo como un misil guiado por GPS, enfiló alegre hacia un tenderete de comida callejera. Una señal sobre este anunciaba en grandes letras que aquel cocinero árabe ofrecía manjares de todo el mundo. ¿Quería Luis probar un auténtico döner kebab turco? Nel. Ya sabía a qué venía. 

Le dio un par de dolarcitos al tendero y tomó con alegría su delicia callejera. Era una obra maestra: dos panes calientitos y suaves rodeaban una salchicha gruesa y humeante, aderezada con una delicada mezcla de mostaza artesanal y salsa de pepinillos. La verdad, ese gusto salado y sabroso no le era desconocido, pero esta vez el hot dog no podría ser más auténtico. Tenía el mero mero entre sus manos.

Sin más, procedió a zamparse con gula el perro caliente, echándose bocado tras bocado. Pero no paró al comerse todo el hot dog, el sabor le era demasiado adictivo. Como en un delirio, le dio mordidas a la servilleta, al envase de cartón, seguía masticando con frenesí todo lo que había tocado la grasa suculenta del perro caliente. Al terminar de engullir absolutamente todo lo que estaba en sus manos, dejó escapar un sonoro eructo. 

El tendero lo miró como si tuviera tres cabezas.

Luis se dio cuenta de las miradas extrañadas que había generado, pero le valió precisamente madres. Se limitó a encogerse de hombros y seguir con su paseo, ya estaba acostumbrado a todo eso.

Todo empezó en la secundaria. Luis, en el fondo, siempre había sido un emprendedor de corazón, y un fatídico día se le ocurrió una idea fantástica: sus amiguitos siempre se quejaban de su tareas, ¿por qué no ayudarlos? No como tutor, ni mucho menos cobrando por hacer sus tareas —no era ningún nerd—. En cambio era bien creativo y travieso, y cuando Raúl (su mejor amigo de ese entonces) le contó que necesitaba ayuda con un proyecto molesto, Luis dio con el oro: ofreció morder sus tareas para que pudiera echarle la culpa al perro imaginario. Y funcionó. La maestra se la creyó, y Luis se convirtió en un héroe de la noche a la mañana. Se corrió la voz, y pronto todos sus compañeritos de la escuela querían los mismos servicios. Y aunque eventualmente los maestros se darían cuenta del engaño, en las primeras semanas Luis se ganó una buena lanita (además del apto apodo “El Bocas”) y se volvió uno de los chicos más populares de la escuela. Desafortunadamente, nada dura para siempre.

Aunque sus compañeros no lo sabían, de verdad Luis se comía las tareas. Le gustaba. Y no sólo eso, descubrió que le gustaba zamparse todo tipo de porquerías: tronquitos de leña, piedritas, cubiertos… Era adicto a probar sustancias nuevas, el descubrimiento de gustos nuevos le provocaba una euforia pura e inexplicable. Pero a pesar de que tenía los dientes y una mandíbula lo suficientemente fuertes para masticar acero y un estómago de hierro que le permitía digerir toda esa basura, tenía un nefasto efecto secundario: los pedos. Verás, no eran pedos de humanos, sino que eran algo de otro planeta. Las enzimas especiales que tenía en la panza parecían concentrar todos esos gases nocivos, intensificando sus efectos. Nunca fue más consciente de ello que cuando un día, mientras comía en la cafetería con un par de amigos, una tal Gabi vino y le preguntó si podía sentarse con él. Luis estaba bobamente enamorado de ella (aunque nunca había tenido el valor de decirle más que un tímido “hola”), y no supo cómo responder. Quería decir que sí, que claro que sí, pero su cuerpo adolescente lo traicionó. Al moverse tantito para ofrecerle un asiento, sintió un fuerte retortijón en las tripas y se escuchó una sonora expulsión de gases intestinales. Al entrar el nocivo y abrumador pedo por la nariz, la pobrecita se desmayó. Literalmente.

Aunque a Luis le tomó años superar ese episodio tan doloroso de su vida, a sus compañeros no tanto, porque en ese entonces se acababa de revelar que había superhombres por doquier. No pasaba un solo día sin que un héroe vestido con capa y mallas coloridas se pavoneara en los noticieros. Algunos se volvieron nombres mundialmente conocidos, otros eran meros raritos locales. La gente sólo podía especular sobre la causa del nuevo fenómeno: ¿se debería a la disminución del ozono y el consecuente aumento de radiación ultravioleta? ¿Era el proyecto de alguna organización secreta y turbia? ¿Sería culpa del nuevo sabor de Coca-Cola? Nadie sabía. 

Uno pensaría que el hecho de tener un superpoder le habría cambiado la vida a Luis. Nop. Seguía con la rutina de siempre, chambeando en el Oxxo de la esquina y pasando las tardes jugando FIFA en el Xbox con sus cuates mientras fumaban mota. Bueno, hasta que un día recibió un mail anónimo invitándole a ir a Nueva York. El desconocido misterioso le pagaba todo —los vuelos, los hoteles, la visa, boletos de metro— con la sola condición de que se pusiera una cachucha roja y fuera al Starbucks en la esquina de la Quinta Avenida y la Calle 35 el martes a las 3:00 de la tarde en punto, dizque para platicar. Y justo hacia ahí se dirigía en ese momento, limpiándose una mancha de mostaza en la barbilla mientras tiritaba por el frío. Ingenuo o no, no lo quería cuestionar, era su primera oportunidad de salir de su país y moría de ganas de turistear.

Tenía una cita con el destino.

***

Sonó el teléfono.

Volvió a sonar. 

Leyendo el número con pavor, Sole agarró el celular y contestó:

—¿Hola?

—¿Tenés la guita? —preguntó una voz metálica y grave.

—¿Perdón? —respondió Sole, nerviosa—. ¿Con quién hablo?

—Con Santa Claus, boluda, ¿con quién más? —responde el hombre, riéndose con malicia—. ¿Necesito hacerte un dibujito? Me robaste mucha plata, y ya quiero que me la devuelvas, nena.

—¡Ah, Julio! —balbuceó Sole, tragando saliva —Justo pensaba en vos. Este… ahora mismo no la tengo. Pero te pagaré todo, te lo juro. Sólo necesito que me des un poco de tiempo…

—Un poco de tiempo —bufó Julio—, claaaro. Y yo quiero que me den el Nobel de la Paz, pero no siempre tenemos lo que queremos, ¿eh?

—…

—Pensás que te podés esconder de mí allá en Nueva York, ¿verdad? Lo siento, Sole, pero esta vez no se va a poder. Tenés tres días. Si no veo el dinero en mi cuenta para entonces, ya sabés qué va a pasar. Pensá en tu familia, nena. No hagas boludeces. ¿Nos entendemos?

—S-sí…

—Bien. Cuidate, Sole, sería una lástima que algo te pasara antes de que cumplas tu palabra. Ciao.

Al colgar el teléfono, Sole no sabía qué pensar. ¡Qué estúpida había sido! ¿Quién se creía, fugándose con el dinero de uno de los mafiosos más poderosos de Argentina? Técnicamente no era un robo, pero aun así no se lo había tomado nada bien…

De cierta manera, el problema empezó cuando Sole era sólo una niña. Como muchas de las chicas de su barrio, se crió en una casa humilde, sin juguetes nuevecitos ni las muñecas carísimas que estaban de moda y siempre veía en los anuncios. La tele en ese entonces era una mierda, si no sintonizabas justo en el momento adecuado te perdías los mejores dibujos animados. Pero no todo estaba perdido. Pasaba el tiempo jugando con sus amiguitas, y si faltaban mejores opciones, con su hermanito, Juanpi. Jugaban un poco de todo, pero lo que más le gustaba era piedra, papel o tijeras. Y una de esas tardes, mientras golpeteaba su puñito en la palma de su mano decidiendo entre el papel y las tijeras, descubrió que tenía un talento sorprendente. Como por arte de magia, podía ver en su mente exactamente cuál opción iba a elegir su hermano. Sin falta. Si presentía que iba a elegir piedra, contraatacaba con papel. Si intuía que iba a usar tijeras, lo vencía con piedra. A Juanpi no le hacía ninguna gracia, por supuesto, pero su hermana estaba extática. ¡Tenía un superpoder!

Increíblemente emocionada por el descubrimiento, se puso a comprobar cuáles eran sus límites, cómo funcionaba la cosa. Después de innumerables experimentos jugando con sus amigos, se dio cuenta de que podía ver el futuro. No muy lejos, digamos, sólo unos sesenta segundos adelante, dos minutos como mucho. Al concentrarse, recibía una imagen mental increíblemente nítida de lo que estaba a punto de pasar a su alrededor. Al principio le costaba trabajo (los otros pibes se burlaban de las muecas que hacía con la lengua fuera al concentrarse), pero con la práctica el proceso se volvió facilísimo, instintivo, casi inconsciente. Asombraba a sus amigas con sus proezas de adivinación, aunque su breve momento de fama no duró mucho. Después de todo, era solo una entre quién sabía cuántas superchicas que aparecían en todo el mundo.

De niña se contentaba con hacer unos truquitos de magia con su poder, pero al transformarse en una espigada mujer adulta, le encontró otros usos. Con sólo un minuto de aviso, había ciertas cosas que nunca lograría. No podía ver cuáles carreras en la universidad le darían el mejor trabajo, ni cómo se moriría, ni podía apostar en los grandes eventos deportivos como en Volver al futuro. Pero sí que podía ganarse un poco de plata, si jugaba bien sus cartas. 

Los casinos. Un día, mientras estaba en pedo con unas amigas en una despedida de soltera, se le ocurrió una locura: ¿qué pasaría si jugara a blackjack y usara su poder para ganar? ¿O la ruleta?

Jodéme, le decían sus amigas, ¡Estás re loca, Sole!

Pero funcionó. 

Probó suerte con todo tipo de juegos de azar, amontonando sus fichas ganadas en una pila que no cesaba de crecer. Era imparable, ganaba sin descanso. Con adrenalina fluyendo por sus venas, estaba ebria de poder. Era la reina del universo.

Hasta que no lo estuvo. 

Su amiga Yésica, siempre prudente y vergonzosamente sobria, le advirtió que sus hazañas empezaban a atraer miradas recelosas. Atraían la atención equivocada, y unos hombres trajeados hablaban por auriculares mientras se acercaban a la mesa. No queriendo meterse en líos, Sole decidió tomar su dinero y largarse de ahí tan rápido como pudo.

Debió hacerle caso a Yésica después de esa noche también, pero no lo hizo. Y así terminó en su situación actual: apretada en el incómodo asiento trasero de un taxi que apestaba a curry y colonia, en una ciudad que no conocía para nada, temblando de miedo porque un mafioso a quien le había costado una fortuna se había percatado de sus trucos y ahora quería ajustar las cuentas. A la primera señal de problemas, su primer instinto había sido huir al extranjero, y funcionó por un tiempo. Pero hacía solo unos días recibió un mensaje de Whatsapp de un número desconocido, que mostraba una foto de Juanpi. Al parecer no lo habían tocado, aún no, pero la cosa se pondría fea si Sole no regresaba la plata al mafioso. Toda la plata. Y desafortunadamente para su hermanito, Sole ya había gastado gran parte de esa fortuna en las semanas anteriores, viajando y comprando porquerías en Internet. Necesitaba ayuda como fuera, y no sabía qué habría hecho si no hubiera recibido otro mensaje anónimo hacía unos días…

Is dis it?

La voz del taxista hindú la sacó bruscamente de su ensimismamiento.

—Eh… shes —afirmó Sole con un acento bonaerense tan marcado que tenía que ser de broma.

Guat?

—Ai min, ies —se corrigió Sole, sonrojada.

Después de pagar al taxista tan rápido como le fue posible, Sole se apeó del vehículo y echó a andar por la calle. Al entrecerrar los ojos, lo vio: el café parecía exactamente como en la foto. Por razones aún desconocidas para Sole, un benefactor anónimo le había contactado hacía unos días. Le prometió que la ayudaría a saldar su deuda con Julio y salvar a su hermano, con dos condiciones: que se comprara un gorro rojo y que fuera al Starbucks en la esquina de la Quinta Avenida y la Calle 35 el martes a las 3:00 de la tarde en punto.

***

La mole de metal avanzó por el túnel como una lombriz descomunal que cavaba por la tierra. De vez en cuando se escuchaba un chillido irritante cuando las ruedas del tren chirriaban contra los rieles. Las luces tenues, parpadeando como si estuvieran a punto de morir, no alegraban la escena. 

Javier, como madrileño, estaba muy acostumbrado a utilizar el metro, pero el de Nueva York le parecía deprimente, atiborrado de gente, sucio. La plasta de chicle medio masticado que se encontraba peligrosamente cerca de su muslo derecho no mejoraba esa impresión.

Sonó el teléfono.

Javier hurgó en sus bolsillos para sacar el iPhone, cuidándose de no tocar la mancha pegajosa a su lado. Limpió un poco de pelusa de la pantalla, y contestó:

—¿Sí?

—Hola Javi, ¿qué tal el viaje?

—Hola mamá… —contestó Javier, poco entusiasmado—. Pues bien, aunque apenas llevo dos horas aquí.

—¿Has recordado llevar todo lo que te he dicho?

—Sí, mamá…

—¿Pasta de dientes?

—Sí

—¿Catorce pares de gayumbos?

—Sí…

—¿Tu fiambrera favorita? ¿La de Star Wars?

—No, mamá, que ya no soy un niño —se quejó Javier, dando un suspiro—. Además, ¿por qué necesitaría eso? No voy a andar por Manhattan llevando sándwiches conmigo a todos lados.

—Pero no quiero que pases hambre, Javi.

—Mamá, en serio, tengo 35 años. Sé cuidarme perfectamente. Escucha, te llamo más tarde, ¿vale?

—No, ¡espera! Que no he terminado, Javi.

—Perdón, es que… —Javier comenzó a imitar estática con la boca—. El túnel jjjjjj….. interferencia jjjjj….

Y colgó.

Joder, que siempre me trata como un niño, pensó Javier. ¿Por qué nunca me cree cuando le he dicho que estoy perfectamente?

No era la primera vez que no le había creído. Verás, la historia de Javier comenzó cuando aún era un estudiante en el colegio. No era precisamente guapo de niño, más bien era medio feíto y torpe relacionándose con los demás (como cualquier adolescente, claro está). Los braquets de colores espantosos no ayudaban. Pero un día, su vida cambió para siempre. Y es que una mañana dominical, aparentemente tranquila como cualquier otro día, se despertó con una gran sorpresa: al desperezarse en la cama, no podía ver sus brazos. Extrañado, retiró la manta de un tirón e inspeccionó su cuerpecito… No lo veía, ni siquiera sus pijamas de Star Wars. Con el pulso acelerándose, tanteó el pecho y las piernas. Sí, efectivamente seguían ahí, pero curiosamente no estaban a la vista. Emocionado, se levantó de la cama de un brinco y corrió hacia el espejo. Confirmó su teoría:

¡Era invisible!

Se emocionó más que nadie en el mundo lo había hecho jamás. Desde la primera vez que había visto a un superhombre en la tele, Javier había deseado con todo su corazoncito tener un poder él también. Quería ser como sus héroes, y aquel día estaba más cerca de lograrlo que lo había imaginado nunca.

Pero no.

En cuanto bajó a la cocina para vocear a todo pulmón sus noticias fantásticas, sus padres simplemente le miraron, extrañados.

—¿Pero qué has dicho, Javi? —le preguntó su madre—. Que te veo perfectamente, hijo.

Y era verdad. Por alguna razón incognoscible, sus bracitos y ropita se veían tan fácilmente como siempre. Al darse cuenta de ello, a Javier se le cayó la almita a los pies.

No podía dejarse vencer, tenía que averiguar qué le pasaba. Cuando estaba solo en su cuarto, su poder funcionaba de maravilla, pero al intentar mostrárselo a algún amigo, el numerito de Javi sólo provocaba risitas de burla. Era exasperante. Después de incontables experimentos para descubrir los límites de su poder, por fin entendió:

Era invisible, sí, pero sólo cuando nadie estaba mirando.

¡Qué horrible! Para Javier, era el peor castigo imaginable. Siempre había soñado con luchar contra el crimen, ser un superhéroe mundialmente famoso como los que veía en la tele, y en los tebeos inspirados en ellos que leía a diario. Más que cualquier cosa en este mundo, el pequeño Javi quería ser una superestrella. ¿Pero cómo lo iba a lograr si nadie le creía?

 Con el paso de los años, Javier se volvió un poco amargado por la desilusión constante que acarreaba su poder. Eligió un trabajo algo solitario —el de un programador— aunque seguía viviendo con sus padres. En algún momento, había intentado otras maneras de probar que tenía razón: grababa todo tipo de vídeos de sí mismo haciendo cosas mientras era invisible. Y sí, efectivamente, las cámaras no detectaban su presencia. Pero para su gran desilusión, la gente aún no le creía. 

No me jodas, has grabado un cuarto vacío, le decían los trolls de Internet. Pero has utilizado Photoshop, que se ve clarísimo que has trucado el vídeo ese.

Nadie le creía, hasta que hacía unos días recibió un correo anónimo que le invitaba a Nueva York, y le prometía la oportunidad de su vida: podría luchar contra un supervillano y ganarse esa fama que tanto anhelaba. Sólo tenía una condición: tenía que ponerse un gorro rojo e ir al Starbucks en la esquina de la Quinta Avenida y la Calle 35 el martes a las 3:00 de la tarde en punto.

***

Caminando a paso veloz pero controlado, una mujer vestida con un traje pantalón negro y perfectamente planchado surcaba el mar de gente que llenaba la Quinta Avenida. Había recogido su larga melena morena y ondulada en una coleta, que se balanceaba a sus espaldas mientras andaba. En la mano derecha, sostenía un maletín de cuero azabache. Unas gafas de sol imponentes escondían su mirada, y con ella sus intenciones. Al llegar a un café de apariencia común y corriente, entró y se dirigió sin dudar hacia la mesa donde le esperaban un mexicano, una argentina, y un paisano español.

—Buenas tardes —saludó la mujer, tomando asiento en la cabecera de la mesa. Algo confundidos, los tres la miraban sin saber bien qué decir—. Dejad que me presente. Soy Alma, la agente que os ha convocado aquí.

—¿Agente? —preguntó Luis—. ¿Como de viajes?

—No, tío, de A.B.R.I.G.O. —respondió Javier, riéndose —. Ya sabes, la agencia secreta que ayuda a los superhéroes. Al menos eso decía en el mensaje que me ha enviado.

—¿Superhéroes? —preguntó Sole—. ¿Eso quiere decir que ustedes también tienen poderes? 

—Sí.

—Simón.

—Exactamente —confirmó Alma—. ¿Ya os habéis presentado?

—Sí, más o menos —dijo Sole—. Vi a estos dos con el mismo gorro rojo puesto que yo, y les pregunté si esperaban a alguien. Dijeron que sí, pero nadie sabía precisamente quién había organizado esto. Hablamos y tomamos cafés mientras te esperábamos, pero nadie mencionó poderes… Bueno, supongo que empiezo yo: Puedo ver el futuro. Pero no muy lejos, eh, sólo veo lo que me va a pasar en uno o dos minutos…

—Y yo —interrumpió Javier—, yo soy invisible.

—¿Cómo? Pero ahorita te veo clarísimo, güey.

—No, a ver, sólo funciona cuando nadie… cuando nadie me está mirando… —corrigió Javier, ruborizado. 

—¡No manches! —exclamó Luis, carcajeándose—. ¡Qué poder tan chafa jajaja!

—¿Ah sí? Dime, tío, ¿qué poder tan fantástico y asombroso tienes tú?

—Pues yo puedo comerme lo que me da la gana. Plástico, vidrio, barras de acero bien grandotes… o sea, lo que te imagines. Y también tengo un poder secundario. Este… tengo pedos súper fuertes, pueden noquear a la gente…

Se escuchó el chirrido de una silla. Javier se inclinó hacia Sole y le susurró:

—¿Te apetece cambiar de asiento?

Suprimiendo una risita, ella declinó.

—Pero a ver— dijo Sole—, ¿para qué necesitás a una chica vagamente clarividente, un tipo que es invisible cuando no importa, y otro con flatulencia excesiva? ¿Y cómo nos encontraste?

—Excelentes preguntas —contestó Alma—. Me enteré hace un par de semanas de que la ciudad de Nueva York se enfrenta a una nueva amenaza de proporciones épicas, y como Los Guardianes no estaban disponibles, decidí reclutaros a vosotros. He visto vuestros vídeos en las redes sociales, y creo que tenéis mucho potencial.

—Gracias por el cumplido, pero, en serio… ¿Dónde chingados están Los Guardianes? ¿Andarán en otra dimensión otra vez?

—Pues, yo he escuchado que están de vacaciones —contestó Javier.

—Bueno, piénsenlo —dijo Sole—, seguro que los héroes famosos cobran una fortuna por sus servicios, ¿no? A lo mejor la agencia quiere ahorrar costes. 

Alma carraspeó.

—Por razones de confidencialidad, no puedo ni confirmar ni negar esas teorías. Pero os aseguro que por el momento no son una opción viable.

La agente secreta procedió a poner el maletín encima de la mesa, abriéndolo para extraer varias fotos, las cuales organizó con cuidado hasta formar un intrincado montaje fotográfico. Apuntó con el dedo al retrato de un hombre pelón y rechoncho, con una fina cicatriz que reptaba por su mejilla y una mirada malvada.

—Ese es el Doctor Loko. Como su alias sugiere, se trata de un científico brillante —se jacta de tener un CI que se aproxima al de Einstein—, pero que dejó hace años de estar en sus cabales. Estaba preso en la cárcel de máxima seguridad de Rikers Island —que está diseñada específicamente para contener a los más poderosos supervillanos— pero de alguna manera que aún no entendemos, logró escapar de la isla hace unos meses. No habíamos vuelto a escuchar de él, hasta hace un par de semanas. Según la inteligencia que tenemos, el inventor perpetuo ha creado una máquina que podría dejar a casi la totalidad de la población de Nueva York incapacitada, paralizada con hipos. Sí, hipos. Y no serían los mismos espasmos inofensivos que conocéis, sino unas contracciones musculares extremadamente intensas y constantes, lo suficientemente fuertes para dejar incapacitado a un hombre sano durante al menos dos horas. Se trata de una especie de emisor de ondas supersónicas, con suficientemente potencia para atravesar paredes de concreto y un rango de transmisión que podría cubrir toda la isla de Manhattan. Aunque aún no se conoce el mecanismo exacto, al entrar en contacto con estas ondas, el cuerpo humano reacciona con violencia, generando espasmos frenéticos del diafragma. Creemos que cuando se active el aparato, el Doctor Loko aprovechará la parálisis de todas las fuerzas de seguridad y de la policía para coordinar un atraco masivo y sincronizado de todos los bancos principales de la isla. Y si logra transmitir esas ondas, no tendremos manera de detenerlo.

Los tres invitados se quedaron atónitos un momento, tratando de absorber lo que acaban de escuchar. Al cabo de unos segundos, Javier rompió el silencio:

—Se va a liar parda, ¿eh? Pero hay una cosita que aún no entiendo: ¿Por qué nos has dicho todo esto en medio de un Starbucks? ¿No deberíamos hablar de esto, no sé, en una sala de conferencias rodeados de tíos en trajes y pantallas cubiertas de códigos indescifrables? ¿Como en las películas? 

—Quizá sólo es súper adicta al café —postuló Sole—. Mi mamá lo es, a veces creo que lo ama más que a mí….

—¿Qué? —contestó Alma—. No, lo siento Sole… A ver, cómo os lo explico… Os he invitado aquí porque ya no trabajo con la agencia… Y Starbucks siempre tiene buen WiFi, claro.

—¿Cómo que no trabajas con la agencia? —preguntó Luis, extrañado—. A mí me pareces igualita a las agentes secretas que he visto en la tele, y tienes toda esta información ultrasecreta. ¿Te jubilaste? ¿O acaso te despidieron?

—La suspendieron —afirmó Sole, previendo a dónde se iba a dirigir la conversación.

Las mejillas de Alma se pusieron más rojas que una frambuesa.

—Sí… —confirmó Alma, tragando saliva—. Si quiero vuestra ayuda, supongo que debería ser directa y honesta con vosotros. Hubo un incidente, hace unas semanas… Era Año Nuevo, y todo el equipo celebrábamos juntos en el Central Park, incluso los superhéroes (si no habéis visto a Hulk borracho, deberíais, se pone como un gran osito de peluche deprimido). Como todo el mundo en la fiesta, bebí unas cuantas copas, supongo que demasiadas… Una cosa llevó a la otra y… Le disparé a Spiderman en el culo.

Los otros tres irrumpieron en carcajadas sincronizadas.

—¿Pero cómo podés hacer algo tan absurdo? —preguntó Sole, entre risas y lágrimas.

—Oye, estaba oscuro, y… había escuchado algo raro a mis espaldas. Pensé que alguien me iba a atacar mientras andaba distraída, pero no… Sólo era Spiderman, que bailaba breakdance

Las risas continuaron, sin piedad.

—Reíos si queréis, pero os lo digo en serio. He trabajado en la agencia desde que llegué a este país hace más de quince años, pero todo se ha venido abajo por un simple error. Han confiscado mis placas, mi arma, hasta mi dignidad, me parece… Por eso espero que me podáis ayudar. Ya nadie en A.B.R.I.G.O. presta ni un pelín de atención a lo que digo, soy el hazmerreír de la agencia. Llevo semanas trabajando en el caso del Doctor Loko, pero después de mi desafortunado incidente y suspensión, nadie me escucha. Sólo espero que, si seguimos mi plan y logramos detener a este villano, me reincorporarán y podré volver a mi vida. ¿Algún problema con eso?

Los tres se miraron un momento, evaluando las palabras de Alma antes de contestar:

—No.

—Nop.

—Ninguno.

—Gracias, muchísimas gracias —respondió Alma, sonriendo con alivio—. Y os juro que cumpliré mi palabra. Cuando terminemos esta misión, os pagaré generosamente, y os prometo que sus nombres aparecerán en todos los noticieros del mundo. Seréis famosos. No, mejor, seréis héroes.

Los tres reclutas sonrieron, Javier en particular. Sus ojos parecían brillar con anticipación.

—Ahora bien, este es el plan. He localizado la guarida del Doctor Loko, se encuentra en un almacén supuestamente abandonado en el barrio de Hell’s Kitchen. Según mis investigaciones, hay guardias armados, además de cámaras de vigilancia emplazadas cada tantos metros. Afortunadamente para nosotros, parece haber un punto ciego para las cámaras en el costado este del edificio, al lado del basurero. Una vez que estáis ahí, Luis podrá morder la cerradura de la puerta trasera. Sólo está hecho de acero, no supondrá ningún problema para él. Javier, tú vas a entrar por ese acceso, dado que las cámaras de seguridad no podrán verte. Eso sólo deja a los tres o cuatro guardias que estarán patrullando allí dentro. No te preocupes, Sole presentirá si uno de ellos está a punto de descubrirte, y te podrá avisar por medio de unos auriculares, como el que tengo puesto ahora. Buscarás la cabina de control e incapacitarás al guardia puesto ahí con una pistola Taser (no es tan difícil, créeme). Una vez que asegures la cabina, podrás desactivar todos los sistemas de seguridad —te diré cómo por radio— y Luis y Sole podrán reunirse contigo en la cabina. Si quedan más guardias, Luis podrá neutralizarlos con unos gases intestinales oportunamente expulsados. 

—Oye, ¡qué pedo! —interrumpió Luis—. ¿De verdad me quieres usar así?

—Exacto, hombre, qué pedo el tuyo —remató Javier.

Ignorando esos comentarios, Alma carraspeó y continuó:

—De ahí, buscarás el transmisor de ondas supersónicas, que según la inteligencia que tengo, deberá estar en el cuarto adyacente. Normalmente haría falta equipo pesado para fundir el armazón y acceder a los cables para desarmar el aparato, pero Luis podrá masticar las placas de hierro como si fueran chicles. Después de sabotear el dispositivo, simplemente saldréis por la misma puerta que habréis usado para entrar, y os largaréis. Y bueno… ¿Qué os parece? ¿Queréis intentarlo?

Los tres imaginaron la escena durante un momento.

—No sé…

—Suena demasiado…

—¡Cojonudo! —exclamó Javier, extático—. Cuentas conmigo. 

—Pues sí —dijo Luis—, suena bien chingón ese plan. Demasiado bien, la verdad. Y la neta, mi vida ha sido un poco aburrida últimamente, me vendría bien una aventurita. Hagámoslo, pues.

Sole estaba callada, mirando por la ventana hacia la calle. Al cabo de unos segundos de reflexión, contestó:

—Aún no sé, a mí no me importa la fama, o ser una heroína, sólo quiero ayudar a mi hermano. ¿Y cómo lo voy a lograr si acabo muerta siguiendo ese plan? ¿Qué tan segura estás de esto? ¿Me podés prometer que no nos va a pasar nada feo?

—Bueno, no te puedo prometer eso, nunca hay garantías… Pero he coordinado más misiones secretas de las que creerías en mi carrera, y sé que el plan es bastante sólido. Os acompañaré por radio durante toda la misión, y si lográis nuestro objetivo, estoy segura de que podré convencer a mis jefes para que te den una recompensa generosa, más de lo suficiente para salvar a tu hermano. ¿Qué dices?

Sole miró sus pies un momento, sopesando la oferta y los riesgos.

—Ok —dijo por fin—. Confío en vos.

—¡Estupendo! —exclamó Alma, sonriendo de oreja a oreja—. Os comunicaré los últimos detalles esta noche, quiero empezar la operación cuanto antes. Seguiremos en contacto.

Y con eso, Alma se puso de pie, seguida por los otros tres. Mientras caminaban hacia la salida, los héroes en ciernes se pusieron a pensar en cómo sus vidas estaban a punto de cambiar para siempre, en las hazañas asombrosas y fantásticas que podrían lograr. Pero al salir del Starbucks, a Luis se le ocurrió una pregunta que ahora debía de parecer casi mundana:

—Oye, Alma, seguro que has trabajado con un montón de superhéroes, pero… ¿Tienes un poder tú también?

El gesto de Alma delataba sorpresa, pero contestó tranquilamente:

—Sí, hablo con las palomas.

—¡¿Qué?! —exclamó Luis, carcajeándose unos buenos segundos—. ¿Qué clase de poder naco es ese?

¡Plaf!

Llevando los dedos hacia su pelo rapado, Luis encontró una sorpresa desagradable —una plasta blancuzca y aguada de caca de una paloma, que ésta había velozmente bombardeado sobre su cabeza—. Y en ese momento lo supo: era buena gente. Sabía que con compañeros así, con personalidad y agallas, podría lograr cosas bien padres.

Y con eso los cuatro socios se despidieron, volviendo a caminar por las calles caóticas de Nueva York, preguntándose qué cosas grandiosas les deparaba el destino.

4 comentarios en “Los otros héroes

  1. Excelente relato, me hizo pasar un muy buen rato. Siento que con toda esta moda de los superhéroes, de vez en cuando es bueno ver o leer algo, que satirice un poco el mito de los tíos geniales y superpoderosos. De hecho lo que más me gusta de estos personajes, es ver su lado humano.

    En fin que el relato me encantó y me pregunto yo, si querrías escribir una segunda parte o algo, para ver que le espera a Luis y a los demás. Sería estupendo.

    ¡Un saludo!

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