Cuata. Qué palabra tan irónica. Como si por el mero hecho de nacer el mismo día tuviéramos que ser mejores amigas. No mames, Camila y yo no podríamos ser más diferentes si ella fuera una princesa inglesa, y yo una pila de mierda de elefante humeante.
Pues yo no soy ninguna princesa, nunca lo he sido. ¿Por qué será? Quizá sea por mi corte de pelo cortísimo, que siempre cambia de un brillante color de neón a otro sin aviso. O tal vez por mi pancita cervecera que empecé a cultivar en secreto a los 16 años. Ah ya sé, debe de ser por las expresiones de shock y de decepción total grabadas en las caras de mis papás al ver que su hijita se había tatuado los brazos y parte de la chichi derecha con diseños “que no eran de Diosito”. Qué escándalo.
Como te imaginarás, Camila no se parecía a mí en nada. Era alta, rubia, atlética. La gente siempre la andaba chuleando, diciéndole cosas como “estás bien buena, mi reina” o llamándola una “güerita sabrosa” a sus espaldas. Qué asco. Y a veces ni siquiera eran tan sutiles, fíjate. Lo peor es que creo que nuestros papás disfrutaban en secreto oír esos piropos lanzados a su hija favorita. Siempre la consentían, le daban los mejores regalos, le dejaban hacer lo que le diera la puta gana. A mí no. “Vete a estudiar, Ana”, me decían a cada rato. “Si no traes galán, al menos consíguete una buena chamba, mija”. ¿A poco no importa que ya tenía las mejores notas de la clase? Bueno, supongo que no. ¿Para qué necesitas buenas notas si te puedes poner una falda cortísima y andar de ramera en los antros, metiéndote polvitos blancos por la nariz los sábados por la noche?
Cómo la odiaba. A ella y a sus estúpidos amigos fresones.
Pero al menos la toleraba. Más bien, me controlaba lo suficiente para que no la estrangulara ahí mismo en la casa. Cada vez que me subía la rabia, me encerraba en mi cuarto con un portazo y me ponía a dibujar. Me gustaría pensar que es gracias a esos episoditos que me volví tan buena en esbozar calaveras llameantes con el lápiz.
A pesar del efecto calmante de dibujar monstruitos chingones, llegué a un punto en donde ya no me podía controlar. Todo empezó una calurosa noche de verano, con otra pinche cena familiar. Sólo al recordarlo empiezo a…
A arrepentirme.
***
Eran pasadas las 8 de la noche, y hacía un chingo de calor. Me sentía como si fuera un huevo, y todo el universo tratara de freírme en la calle. Pero no estaba en la calle. Estaba en el pinche comedor, sentada en la mesa, viendo cómo mis papás y mi hermana fingían que el caldo de pollo herviente que apenas podían sorber era tan refrescante como una nieve de limón. Intentaba ignorar (sin éxito) el alboroto constante de Ximena, la pobre chacha que seguía bregando en la cocina para prepararnos unos sopes que tampoco me iban a gustar.
—¿Y qué tal tu día, cariño? —preguntó Mamá.
Hubo un silencio. Al levantar la cabeza, me di cuenta de que me estaba hablando a mí.
—Ah, pues todo bien, lo de siempre supongo. Ya sabes, me levanté a una hora absurdamente temprana porque así lo dicta el sistema, fui a clase y fingí prestar atención mientras en realidad solo miraba la enorme calva del Sr. Sandoval. Te juro que esa cosa es un agujero negro, un día de estos nos va a devorar a todos…
—Ay, no digas eso, hija, ten tantito respeto para tu profe —protestó Mamá con un suspiro.
—Pero es la verdad, ¿eh? No sé por qué no se rapa la cabeza, parece como si su pelo fuera zacate y una cabra acabara de darle un bocadote. Es ridículo. Menos mal que su clase de mate es tan fácil, porque con ese look de payaso con cruda me importa un carajo todo lo que dice el güey…
—¡Ana, por favor! —interrumpió Mamá —. No te criamos así, ¿dónde están tus modales?
—Ah perdón, me importa un cangrejo, pues.
Otro suspiro de resignación. Misión cumplida.
Bajé la mirada al caldo en frente de mí y comencé a juguetear con la cuchara, una sonrisa satisfecha dibujada en el rostro.
—¿Y qué hay de ti, Camila? —agregó Papá, tratando de desviar la conversación. Con una mano se atusaba el bigotón, casi idéntico al del hombrecito de Monopoly, pero negrísimo.
—Bueno… ¿Te acuerdas de cuando te dije que estaría súper padre estudiar en Miami?
—Sí, claro —asintió Papá, sonriente detrás de su bigote —La Universidad Internacional de Florida no me parece una mala opción, ¿eh? ¿Alguna novedad?
—Pues… Estaba platicando con el reclutador hoy y dijo que seguro me aceptarían, pero… quizá con una beca más chiquita de lo que estaba esperando…
—¿Qué tan chica? ¿Cuánto cuesta ir a estudiar en el gabacho hoy día? ¿Como unos 5 mil dolares al año?
—Este… como unos 25 mil dolarcitos…
—¡Ay, caray! —exclamó Mamá.
—Hmmm… —contestó Papá, jugueteando más intensamente con su mostacho hirsuto —Bueno, si es algo que de verdad quieres hacer… quizá sí se puede. Tengo unos amigos del trabajo que viven allí, a lo mejor tienen algún depa extra que nos podrían rentar baratito. Y hablaré yo con ese reclutador, a ver si podemos llegar a algún tipo de acuerdo…
—¡¿En serio?! —preguntó Camila, chillando con alegría.
—Claro, haría cualquier cosa por mi hijita —respondió Papá.
No dije nada, sólo bajé la mirada, sintiendo cómo la sangre fluía hacia mis mejillas —enojo de forma líquida—. No chinguen, si a mí ni me compran tenis nuevos, pensé. Dos gotas de sudor escurrieron por mi frente, hasta caer al abismo y mezclarse con el caldo de pollo herviente.
—Papá, ¿ya te dije que eres el mejor? —preguntó Camila.
—Sí, pero espera tantito antes de darme las gracias, ¿eh? —dijo Papá, riéndose—. Aún falta que te acepten oficialmente, no demos las cosas por sentadas todavía.
—Sí, claro… —respondió mi hermana, con un tono serio que contrastaba curiosamente con su cara de puchero, demasiado infantil para su edad.
—Ay, no te pongas así, ya sabes que no puedo resistir esa cara… —dijo Papá, volteando para murmurarle algo a Mamá que no llegué a escuchar. Ella sólo le miró a los ojos un momentito y asintió con la cabeza. Después, él volvió a hablar:
—De hecho, te tenemos otra sorpresita. Íbamos a esperar a que terminaras el semestre para decírtelo, pero con esas noticias tuyas me siento inspirado. ¿Qué tal si vamos al garage?
—¿Qué, ahorita? —pregunté, extrañada.
—Sí, ahoritita.
—Pero aún no termino de comer —me quejé.
—Ana, por favor, que ni falta te hace —repuso Mamá, criticando mis lonjas sin ni siquiera mencionarlas. Qué clase. Luego suavizó su tono y agregó:
—Vámonos y ahora volvemos si quieres.
—Ok —contesté, tragando mi indignación.
Sin más, nos levantamos de la mesa y enfilamos derechito hacia la cochera debajo de la casa. Era un espacio de ángulos rectos y paredes de color marrón-caquita-de-bebé, chiquito pero acogedor. A pesar de que estaba conectado a la sala de estar con una puertita de madera, haz de cuenta que las tres mujeres de la casa apenas entrábamos ahí. Mi papá, en cambio, se encerraba ahí de vez en cuando, dizque para trabajar en alguno de los carros. La neta, creo que nomás iba al garage cuando se hartaba de hablar con nosotras, lo del coche sólo era una excusa. Era su guarida, que no se debía invadir sin su permiso.
Al llegar a la puerta entreabierta, vi que las luces de la cochera seguían apagadas. Papá se detuvo en el umbral, volteando para decir:
—Oye, Camila, sé que has trabajado bien duro este año. Tú mamá y yo estamos muy orgullosos de ti.
Reprimí un bufido de incredulidad. Si “trabajar duro” significa esnifar cositas en el antro todos los putos fines de semana, pues sí, estoy de acuerdo, pensé.
—Sí, cariño, has hecho un muy buen trabajo —agregó Mamá, con un tono asquerosamente meloso.
—Es por eso que decidimos darte un regalito —continuó Papá, con voz de Oprah Winfrey, pero en versión masculina—. ¿Estás lista?
—¡Sí, claro que sí!
—Bien, cierra los ojitos hasta que te diga, ¿vale?
—¡Ok! —chilló Camila, cerrando bien los ojos como una niñita que espera que Santa Claus baje por la chimenea. Yo no, no quería perderme el “espectáculo”.
Mi papá tanteó la pared hasta encontrar el interruptor, que accionó con un clic. Al ver la cochera iluminada, un solo pensamiento me vino a la mente:
No mamen.
Un vocho. Era un Volkswagen del 1982, de esos que llaman clásicos y de los que estaba enamorada mi hermana desde que era chiquita. A pesar de haber sido fabricado hace un chingo de años, parecía casi nuevo. Lucía una pintura verde limón, de un tono tan claro y vibrante que casi me cegaba, aunque a la boba de mi hermana le encantaría, claro. Todas las superficies metálicas lucían un acabado brillante, como si alguien hubiera pulido cada centímetro del coche a mano.
Mi papá empezó a hablar de nuevo, seguramente explicando cómo había trabajado en este regalito para su bebé durante semanas, pero ya no escuchaba. Cerré mi mano en un puño que comenzó a temblar con rabia. Al escuchar a mi hermana chillar con alegría infantil, apreté los dientes en un intento desesperado de no matarla ahí mismo. Aprovechando su distracción, me escabullí por el pasillo y subí directo a mi recámara. Me encerré en el cuarto con un portazo tan fuerte que seguro que mis papás lo escucharon.
Pero como siempre en mi vida de mierda, me ignoraron.