Cuatas (Parte 2/3)

—Aún no lo puedo creer, güey —dijo Daniela, mientras seguíamos caminando por la calle.

—Lo sé, amiga, ¿qué tiene de especial esa morra que yo no? —pregunté exasperada.

—Pues… un coche —replicó, con una sonrisita burlona medio escondida detrás de su melena rizada.

—Güey, ya —protesté, dándole un empujón juguetón en el hombro. —¿Así tratas a tus amigas?

—Perdón, no pude resistir el chistecito —contestó, riéndose.

—Ya veo, supongo que sólo le das lata a tus mejores amigas, ¿no? Pues qué honor —respondí, riéndome yo también. —Pero en serio, no me cabe en la cabeza. Llevo años estudiando como loca, tengo las mejores notas de la clase, además de una libreta llena de esbozos bien padres. ¿Y qué me dicen mis papás? “Ah, qué buen dibujito, Ana… ¿Y por qué traes el pelo morado? Pareces una lámpara de lava, mija” o “¿Cuándo vas a salir con galanes como tu hermana?” o hasta mi favorito: “¿Sabías que tu tía Luisa pasó por una fase como la tuya? Pero la superó, y ahora está perfecta, fíjate”. No chingues, ¿por qué no pueden comprender que no voy a cumplir sus estúpidas expectativas de la “hija perfecta”? A ellos les encantan esas chingaderas, pero a mí me cagan, ¿sabes?

—No sé de qué hablas, Ana, siempre has sido más normal y aburrida que una rebanada de pan Bimbo —agregó Daniela con un tono socarrón, tocándome la enorme argolla de acero que me colgaba de la nariz.

—No, es en serio, Dani. Estoy harta de sus pendejadas. Y ahora viene Camila, y sólo con decirles su cuentito de que necesitaba ir a los ensayos de porrista, le dan un puto carro que parece nuevecito. ¿A ti te parece justo eso?

—Claro que no, es una mamada, güey. Pero a eso venimos, ¿no? Por cierto, casi llegamos.

Un poco sorprendida, giré la cabeza para examinar mi alrededor. Habíamos pasado un centenar de puestos callejeros, en un tianguis de mala muerte donde forzosamente servían tacos de perro. El tufo a chile y carne quemada nos había seguido durante gran parte del camino, impregnando nuestra ropa como una maldición. Hacía mucho rato que los hombrecitos de negocios en trajes elegantes se habían reemplazado con marchantas gritonas, chamacos que jugaban en la calle con balones de futbol amarillentos y medio desinflados, chemos que inhalaban bolsitas de pegamento y uno que otro pandillero tatuado que escondía desganadamente un arma bajo su playera. Ya no estábamos en Polanco, esto era Tepito en toda su gloria.

—Es esa tienda de ahí —anunció Dani, apuntando a un edificio bajito de paredes cubiertas al cien con graffiti abigarrado, en el cual calacas parecían surgir de un enredo de hiedras y llamas. Sobre la entrada, una señal con letras rojas y desvaídas rezaba: “SERVICIOS ESOTÉRICOS DE DOÑA LUNA”.

—¿Segura que es esa? —pregunté, dudando un poco al ver una calavera que parecía lamerse las cuencas con una lengua de camaleón.

—Ajá, ahí mero. ¿Confías en mí?

—Sí, claro… —contesté, aunque de verdad deseaba que me hubiera dado más detalles sobre el negocito que íbamos a visitar. Fingiendo tener más certeza de la que de veras tenía, preferí guardar silencio mientras nos acercábamos a la tienda grafiteada de la doña. No tenía ni puta idea de lo que nos esperaba ahí, pero ya me daba mala espina…

Lo primero que noté fue el olor. Era fuerte, acre, como si alguien me hubiera golpeado en la cara con pescado pútrido al entrar por la puerta. Luego vinieron los aromas de incienso, hierbas exóticas que no podía identificar y… la hierba de toda la vida. Mota, pues.

—¡Puaj! —exclamé, reprimiendo una arcada.

—Lo sé, güey, pero tienes que apechugar. Si no, vas a ofender a la dueña—me reprochó Dani.

Asentí débilmente con la cabeza, echando un vistazo por la tienda para buscar la fuente de mi miseria aromática. Era imposible, toda la tienda era una mescolanza rara de artefactos precolombinos, reliquias católicas y la cultura hippie. En una esquina estaba un pequeño nicho donde coexistían estatuillas de Quetzalcóatl y los demás dioses aztecas con íconos de la Virgen de Guadalupe. Bajo la luz tenue y sanguinolenta de unas veladoras, la Virgen me parecía incluso más siniestra que la serpiente emplumada a su lado, como si mi siguiera con los ojos al darle la espalda. En una mesa adosada a la pared, había un maniquí vestido con un taparrabos, ayoyotes y un penacho ceremonial congelado en una pose muy poco natural, atacando a una bestia invisible con los pies. Y ahí mero, elevándose en el centro del cuarto, surgía imponente una gran figura encapuchada y oscura, hoz en la mano. Su rostro cadavérico con dos cuencas vacías y negrísimas me intimidaba, como si de pronto pudiera cobrar vida y robarme el alma. Era la Santa Muerte, a una escala demasiado pero demasiado grande.

—Dani, ¡qué pedo! ¿Estás segura de que éste es el lugar? La neta, me da ñáñaras estar aquí.

—No manches, güey, esto no es nada. ¿Ves al cajero ahí? Es un osito de peluche.

Eché un vistazo hacia la recepción, donde un hombre se ocupaba de examinar las existencias. Vestía una playera tie-dye con una carita feliz en el centro, y llevaba unas rastas que le caían hasta los hombros. Pensé que tenía pinta de pacheco bonachón, hasta que notó mi mirada y giró la cabeza hacia mí. Retrajo los labios finos en una sonrisa tensa, asomando una lengua larga y bifurcada como la de una víbora. Me guiñó despacio, revelando una pupila en forma de raja tatuada en el párpado, como si en realidad nunca cerrara los ojos.

—¡’Ta madre! —le mascullé en pánico a mi amiga—. ¡¿Qué es eso?!

Dani me golpeó en el hombro con el puño.

—No seas grosera, güey, te va a escuchar —me regañó, de alguna manera susurrando y gritándome a la vez. Después volteó y se dirigió al hombre víbora:

—¿Quihubo, Fede? ¿Todo bien en la chamba?

—¡Hola, Dani! ¡No te vi entrar! —contestó amable el hombre reptil—. Pos sí, nomás estoy feliz de que cerremos en treinta minutitos, tengo planes con la noviecita hoy.

¿Novia?, pensé, con un escalofrío recorriéndome la espina dorsal. No quiero ni imaginar un guagüis con esa lengüita.

¡Ah qué bien! ¿Me la saludas, eh? —respondió Dani, alegre—. Oye, platicaría más, pero andamos con algo de prisa. Nos mandamos mensaje, ¿va?

—¡Sí, va! ¡Nos vemos, primita!

Y entonces comprendí.

—¿Ese es el primo del que me hablaste? —le susurré a Dani, cuando nos hubimos alejado un poco de la entrada—. No manches, no es ni un poquito como lo imaginaba.

—¿Ah sí? ¿Y cómo es eso?

—No sé, pensé que sería más… normal.

—¡JA! —se río en mi cara—. Mírate a ti, traes el pelo color índigo radioactivo y llevas un aro del tamaño de mi puño en la nariz, ¿ y quieres hablar de “normal”? No mames, Ana.

Suspiré. Era un buen punto.

—….Chin, tienes razón —admití a regañadientes—. Pero volviendo al tema, ¿qué chingados estamos haciendo aquí? ¿Y qué onda con todas esas cosas aztecas y de la muerte y no sé qué?  Pensé que tu primo era mecánico y nos iba a ayudar a sabotear ese maldito coche de mierda, pero ahora que lo veo no creo que sepa nada de los carros. Me parece más bien un friki pacheco. Sin ofender…

—Es que tú no tienes imaginación, güey. Esta mierda es lo mejor, créeme. Nomás espera a que conozcas a la doña, a ver qué dices entonces.

—¿Pero esto qué es? ¿Una tienda de brujería? ¿De verdad crees en esas cosas? Porque yo no.

—Eso dices ahorita, pero ya verás —repuso Dani, riéndose como una niña traviesa—. A mí me hicieron un paro hace unos años, cuando iba en la secundaria. Una escuincla insoportable se la pasaba a toda madre haciéndome bullying, llamándome “puerquita” y pellizcándome las lonjas cada que nos cruzábamos en los pasillos. Era bien, pero bien latosa. Si sólo le hubiera entrado en esa cabezota suya que yo tenía un problemita con la tiroides…

—¿Y qué pasó? ¿Le diste en la madre, o la invitaste a hablar educadamente del tema mientras ustedes dos tomaban té, como damas?

—Mira quien se cree la chistosita ahora—repuso Dani, socarrona—. Pues no, mi primito mencionó que conocía a alguien que a lo mejor me podría ayudar. Que había una doña que sabía cosas, rituales que ya casi nadie practica, pero que pueden ayudar a que tus deseos más intensos se cumplan. No sabía si creerlo en ese entonces, pero hubiera hecho cualquier cosa para que esa bully de mierda fuera “la puerquita” en lugar de yo. No tenía ni idea de que el resultado podía ser tan… literal.

—¿Cómo que literal? ¿Qué pasó?

Dani estaba a punto de contestar, cuando interrumpió una voz a mis espaldas:

—Buenos días, ¿eres Ana, presumo? —la voz era femenina, pero grave y áspera como la de alguien que llevaba siglos fumando como chacuaco.

Volteé sorprendida para examinar a la intrusa. Parada incómodamente cerca de mí, encontré a una señora chaparra, con una melena blanquísima que contrastaba con su piel morena y arrugada como un pergamino. Vestía un huipil tradicional con motivos florales, además de un llamativo collar adornado con dijes de todas las formas y colores imaginables. Me miraba con unos ojos grises y nublados con cataratas, manteniendo una expresión neutra, sin rastro alguno de una sonrisa.

—¿Cómo sabe mi nombre? —pregunté extrañada.

—Sé muchas cosas, mija.

—¿Porque usted es… vidente?

—¿A ti te parece que estos ojos son “videntes”? —contestó, apuntando a sus ojos opacos. El atisbo de una sonrisa dio paso poco a poco a una carcajada inquietante—. No creas, ya me dijo Daniela que iba a traer a una amiga con un problemita. Dime, cariño, ¿en qué andas metida? ¿Te rechazaron tus papás al aprender que te gustan las chicas?

—¿Perdón? No, ni al caso, ¿por qué dice eso? —pregunté, sonrojada.

—Ah, nada, sólo te describió Daniela y pensé que… —Carrespeó incómoda—. Disculpa, supongo que metí la pata ahí. Haz como si no dijera nada… ¿En qué te puedo ayudar, entonces?

Pinches señoras, pensé. No saben distinguir a una emo de una tortillera…

Bueno, en pocas palabras tengo una hermana bien castrosa. ¿Acaso tiene usted una cura para eso en alguno de esos estantes?

La doña sólo se quedó quieta un momento, como estudiándome con sus ojos ciegos, o más bien como si hurgara en mi mente para saber qué pedo traía. Era incómodo, por decir lo menos.

—Ya veo —dijo doña Luna al cabo de unos segundos de reflexión, tranquila como Yoda —. Creo que te puedo ayudar, pero tendrás que seguir mis instrucciones al pie de la letra. Síganme.

Sin más, la doña hizo una seña con la mano para que la siguiéramos por un pasillo angosto. Dudaba en moverme, aún no sabía qué onda con la supuesta brujita, pero unos codazos insistentes por parte de Dani me obligaron a seguirla por el pasillo. Al llegar a un cuartito oscuro al fondo de la tienda, me parecía que la doña estaba esperando nuestra visita, porque todo estaba ya listo.

En cuanto entré por la puertita de madera, me di cuenta de lo peculiar del cuarto: carecía de todo mueble. Bueno, sí que había un chingo de estantes, cubrían las cuatro paredes desde el suelo hasta el techo. En cada repisa yacían bastantes libros, algunos polvorientos y de páginas amarillentas, otros nuevecitos con un envoltorio brillante, pero todos habían de pesar mínimo cinco kilos. Al bajar la vista hasta el suelo, noté un pentagrama invertido dibujado sobre las duelas con gis rojo oscuro, rodeado de pequeñas veladoras que emitían una inquieta luz anaranjada y un fuerte olor a copal. Se me hacía raro, por no decir otra cosa… En cuatro de las cinco puntas del pentagrama se encontraba un objeto aparentemente aleatorio: un cuenco lleno de agua, una macetita con un solo brote, una caja de cerillos y un rehilete de esos que giran con el viento del jardín.

—Son cuatro de los elementos básicos —anunció doña Luna, como si me leyera la mente—. El agua, la tierra, el fuego y el aire.

¿Es neta?, pensé. ¿No había cachivaches más místicos ahí en la tienda para representar eso?

—¿Y qué hay de la quinta punta? Ahí no veo nada —pregunté, apuntando al hueco en un extremo de la figura curiosa.

—Ahí te sientas tú, Ana. El quinto elemento es el espíritu, por eso te necesito a ti.

—¿A poco sí? —respondí, escéptica.

—Claro, mija, tú eres la pieza central aquí. Es tu vida que estamos a punto de cambiar, son tus deseos los que se podrán cumplir.

Notando mi expresión de incredulidad, Dani soltó:

—¡Ándale, Ana! Si no crees en estas cosas, al menos confía en mí como tu amiga, ¿ok? ¿Alguna vez te he decepcionado? ¿Una sola vez?

—Hmmm… —empecé a reflexionar, divertida—. Bueno, te presté esos tenis bien perrones de Nike hace como un año, pero nunca me los devolviste.

—Amiga, esos eran MIS TENIS. Mis papás me los dieron en Navidad, te los presté a ti en buena onda y casi me los robas. ¿Te acuerdas?

—¿En serio? —respondí, esforzándome por pensar en eso—. ¡Ah chingá! ¡Tienes razón! Es que tu familia es muchísimo mejor que la mía… Sí, entonces supongo que tienes un récord limpio.

—¡Ajá! —pronunció Dani con orgullo.

—Bah, tú ganas —solté, suspirando con resignación. ¿Qué tenía que perder por seguirle el juego?

Sin más, me senté en el suelo frio con las piernas cruzadas, cuidándome de no golpear las rodillas en las duelas duras —siempre he sido un poquito torpe—. Al formar parte del círculo vagamente demoniaco, se me puso la piel de gallina. Pensé que no creía en esas cosas, pero igual el lugar empezaba a darme cosita, no sé por qué.

—Muy bien, Ana —continuó la doña—. Sólo una cosa antes de que empecemos: ¿Estás completamente segura de que quieres intentar el ritual? Nomás te advierto que si no tienes cuidado al seguir el proceso, podría haber consecuencias… indeseadas.

—¿Qué tipo de consecuencias?

—Eso no te lo puedo decir, siempre depende de las circunstancias. Sólo digo que tendrás que ser muy concreta a la hora de pedir un deseo. Piensa en qué es lo que quieres lograr, en cómo se vería tu vida después. ¿Me entiendes?

—Sí, sí, creo que sí.

Hubo un momento de silencio. Me sentí otra vez como si la doña me examinara con sus ojos nublados y ciegos, aunque tal cosa habría sido imposible. Creo.

—Bien, ahora quiero que saques tu celular y busques una foto de tu hermana. Tendrás que visualizarla tan vívidamente como puedas —dijo la señora, caminando hacia el otro extremo del pentagrama.

Obedecí, hurgando en mi bolsa hasta dar con el estuche negro de mi iPhone. Lo agarré y lo desbloqueé con el pulgar. Mientras comenzaba a deslizarme por un mar de selfies malhumoradas y pantallazos de memes, oí algo raro: un canto en voz baja, en una lengua que no entendía. ¿Quizá el náhuatl? Intrigada, levanté la cabeza y observé a doña Luna. Ya se había sentado en el círculo y había comenzado a murmurar frases inconexas, alternando entre palabras en español y sonidos guturales e ininteligibles. La miré fascinada mientras agarraba uno de los cerillos en el suelo, sacando uno para prenderlo.

—Atl, tletl, manali, ejekatl —articuló despacio doña Luna, cerrando los ojos y balanceándose suavemente, como en un trance. Se mojó dos dedos con el agua del cuenco a su lado, y con ellos apagó el cerillo —. Todo en este mundo tiene un balance. Todo. El aire que respiras, el agua que tomas, los regalos que recibes, el dolor que sientes.

Por el rabillo del ojo vi a Dani intentando llamar mi atención sin hacer ruido. Era fácil leer sus labios: “¡A huevo!”

Debería elegir amigas menos tontas, pensé, suprimiendo una risita.

—Ahora, Ana, quiero que visualices a tu hermana —continuó la doña —. No digas nada en voz alta, pero ¿qué es lo que más te molesta de ella? ¿Cuál es la raíz del problema?

Di con una foto de Camila de Facebook, estaba sonriendo exageradamente en medio de una manada de porristas. Mi querida cuata. ¡Bah! Me fijé en el pelo que se teñía de rubio cada mes, en la faja apretadísima que le levantaba las pompis, en sus dientes de un tono artificial y cegadoramente blanco. ¡Qué mentira!

De repente sentí una brisa fresca a mis espaldas. Escuché un sutil frufrú, y al volver la mirada vi que el rehilete en el suelo había empezado a girar. ¿Alguien había dejado abierta una puerta a la calle?

—No te desconcentres, por favor —me regañó doña Luna.

Obediente, cerré los ojos, pensando en la voz chirriante y aguda de Camila: “Por qué eres tan ñoña? O sea, hazte para allá, ¿quieres? Si ven que tengo una hermana con lentotes así, se van a burlar de mí, qué oso”. No mames, qué niña tan prepotente, incluso cuando teníamos ocho años. Y sólo ha empeorado con el tiempo. Aún tiene la misma puta carita de puchero cuando quiere que su “Papi” le compre algo. Que unos taconcitos bonitos, que un vestidito “super-cool, que el carrito nuevecito. Hija de su putísima madre, ¡ese maldito coche! ¡¡Cómo lo odio!! ¡¡Y todo lo que representa esa hija de la chingada!! ¡¿¡¿Por qué no me envían a mí a estudiar a Miami en lugar de esa escuincla consentida?!?!

—Siento que estás bien concentrada, mija, muy bien —interrumpió la doña, mientras la misteriosa brisa en el cuarto arreciaba y se enfriaba—. Ahora sigamos con el último paso —agarró la macetita y otro cerillo de la caja a su lado —. Todo regalo implica un sacrificio, un balance que se mantiene en el universo. Concéntrate en el resultado que más anhelas en este momento, tócalo con tu mente, saboréalo. Ahora, acabemos con lo que nunca será, para que comience una nueva etapa de nuestra existencia.

Al terminar de pronunciar esas palabras, encendió el cerillo y le prendió fuego al brote verduzco en el tiesto. Ésta se alumbró con un violento destello bermellón, despidiendo una ola de calor sorprendentemente fuerte para algo tan pequeño. En lugar de asustarme, me quedé en un transe, pensando intensamente en una sola cosa: la destrucción fulminante de ese puto vocho nuevecito. Qué pena, Camila, si sólo hubieras podido manejar el cochecito como tanto querías.

Apretaba los dientes y había vuelto a cerrar los ojos, así que me tardé un tiempo en notar que ya había terminado el ritual. Después de un silencio incómodo, abrí los párpados y miré a Dani.

¿Bueno? —pregunté—. ¿Crees que funcionó el hechicito ese?

No contestó de inmediato; ella parecía examinar la habitación en busca de señales. Doña Luna permaneció callada, con el amago de una sonrisa grabada en sus labios finos y curtidos. Al cabo de unos segundos, Dani volteó hacia mí y se encogía de hombros, cuando de repente:

¡Blam!

La puerta al pasillo se abrió de golpe, dejando entrar una ráfaga de viento brusco y helado. En cuestión de segundos, se apagaron todas las veladoras de la habitación, dejándonos envueltas en una penumbra espesa. Extrañada, me levanté por instinto para cerrar la puerta y volví la mirada hacia el centro del círculo. Ahí distinguí algo curioso en la oscuridad:

De las brasas que dejó la plantita quemada salía un finísimo hilo de humo, negro y fantasmal.

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