Era pasada la medianoche, y afuera de mi recámara arreciaba la lluvia de una tormenta. No paraba de revolverme en la sábanas atrapada en un sueño intranquilo, cuando de repente:
¡CATAPLUM!
Un trueno fuerte y retumbante me despertó de golpe. Sobresaltada, abrí los ojos e intenté comprender el conjunto de figuras sombrías que llenaban el cuarto. Aprovechando la luz de la luna que entraba débilmente por las cortinas, vi que todos los muebles seguían igual. Estaba sola en la cama como siempre, pero por alguna razón incomprensible me sentía como si una presencia invisible me vigilara.
No seas tonta, ya no tienes cinco añitos, pensé. No hay nada ahí, vuelve a dormir.
Pero no pude. Cerré los ojos y cubrí mi cabeza con una almohada en un intento de amortiguar el ruido de la tormenta afuera, pero seguía demasiado inquieta para quedarme dormida. Me puse a escuchar mi propia respiración, esperando que con el tiempo el puro cansancio se apodaría de mí y me entregaría al sueño que tanto anhelaba en ese momento…
Toc. Toc. Toc.
Alguien tocó la puerta. Contrariada, me quité la almohada de la cara y me incorporé en la cama. Al volver la mirada hacia la fuente del ruido, vi que la puerta estaba entreabierta.
—¿Sí? ¿Quién es? —pregunté al vacío.
No hubo respuesta.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —volví a preguntar.
Nada.
Desconcertada, me quité las sábanas de un tirón y me levanté de la cama. Caminé hacia la puerta, cuidándome de no hacer ruido sin saber bien por qué. Así la perilla y, dudando un segundo, abrí la puerta del todo. No vi a nadie.
—Qué pedo… —murmuré.
Cerré la puerta y me dirigía otra vez a la cama cuando me interrumpió una voz en la oscuridad:
—¿Qué hiciste, Ana?
Reconocí esa voz aguda y quejosa.
—¿Camila? ¿Dónde estás?
Tanteaba la pared en busca del interruptor para iluminar mejor el cuarto cuando me susurró:
—Déjalo. Está bien así.
Ignorándola, accioné el interruptor. Nada. El pinche foco en el techo debía de estar fundido. Escruté el cuarto penumbroso hasta encontrar la silueta de mi hermana sentada en un sillón al lado de la ventana.
—Oye, ¿qué te pasa, Camila? ¿No sabes respetar la privacidad de los demás o qué? ¿Y por qué no me contestaste la primera vez que te llamé?
—¿Qué te pasa a ti? ¿Qué hiciste, hermanita?
—No soy tu hermanita, nacimos el mismísimo día, güey. Y no sé de qué hablas.
—Te recuerdo que nací una hora antes que tú, así que sí soy la mayor aquí —me corrigió con un tonito creído —. Y hablo de ayer, hiciste algo que no debías.
Tragué nerviosa. Barruntaba que la conversación no se iba a tratar del labial rojo oscuro que le había tomado “prestado” el día anterior.
—¿Por qué no te puedo ver la cara? Y dicen que la rara de la familia soy yo…
La silueta oscura echó mano a la lámpara en la mesita a su lado. La prendió con un clic.
—Ya. ¿Mejor?
No. Definitivamente no era mejor así. Bajo la luz débil y curiosamente azulada del foco, su cara se veía imposiblemente pálida, como si estuviera a punto de desmayarse. Me estudiaba impasible con dos ojos azabaches que brillaban en la oscuridad, mientras un hilito de líquido oscuro y viscoso escurría por su frente. ¿Era sangre?
—¡¿Camila, qué es eso?! —susurré, asustada.
—¿Esto? —respondió Camila, llevando el dedo índice a su frente y manchándolo de un color carmesí —. Pues, debería preguntarte a ti, cuatita. Esto es gracias a ti, ¿no es así?
Un rictus inquietante empezaba a dibujarse en sus labios resecos.
—¿Qué? No entiendo qué dices, pero me estás empezando a asustar… —mascullé, incapaz de devolverle la mirada.
—¿No que fuiste a una tiendita un tanto “especial” ayer? ¿Y qué esperabas lograr con eso, eh? Cuéntame. Me tienes en ascuas.
—¿Quieres decir con… con la brujita esa? Qué estupidez, sólo hice esa tontería porque Dani insistía tanto. Obvio que no pasó nada, nomás quería distraerme un poco porque estaba tan… molesta contigo.
—¿Ah sí? ¿No pasó nadita? —dijo, burlándose de mí con malicia—. ¿Entonces qué dices de esta cosita aquí?
Llevó una mano a su pecho derecho, por donde ahora salía una varilla de acero empapada de sangre. Atónita, no podía explicar nada de lo que veía. Entonces empecé a escuchar un estertor malsano, dolorido; la barra de metal torcido había atravesado un pulmón.
—Ah, ¿aún no sabes? Bueno, te cuento yo. Estaba en el club hoy, pasándola a toda madre, cuando una amiga guacareó en la pista de baile y nos echaron por aguafiestas. Como estaba tan emocionada por mi regalito de hoy, manejé yo. —Se sacudió con una tos violenta, visiblemente dolorosa. Después de limpiarse una mancha de esputo rozijo de la barbilla, continuó: —Estaba bien pinche feliz, ¿sabes? Pero tú no podías aceptar que estuviera contenta ni un puto día, ¿verdad? ¿Eh, hermanita?
Permanecí callada, congelada.
—Nop, ni una pinche noche. Creo que ya te puedes hacer una idea de lo que pasó después, pero igual te lo voy a contar. Íbamos bien rápido por la carretera, escuchando una canción bien padre de Bad Bunny en la radio, cuando perdí el control. Cruzábamos un paso a desnivel cuando de repente el volante giró unos ciento ochenta grados. ¡ESA MADRE SE GIRÓ SOLA! Intenté frenar, pero las putas llantas resbalaron por la lluvia. Caímos por el borde, con un ruido bien pinche fuerte. Mis amigas murieron al impacto, pero yo no. Me tardé un buen rato en desangrarme, el tiempo suficiente para preguntarme qué mierda había hecho para merecerme esto.
No podía hablar. No podía moverme. Tenía un nudo tan grande en la garganta que sentía que me iba a ahogar. Al cabo de unos segundos angustiados, logré murmurar un débil:
—No fui yo…
—¿A poco no, Ana? ¿No que fuiste con la bruja a su cuartito secreto? ¿Que pediste un deseo? Sé lo que querías, Ana, no lo niegues. Querías que se destruyera mi coche. Felicidades, pues.
Empecé a llorar, a temblar sin control.
—Dime, hermanita, ¿cómo se siente ser una asesina? ¿Cómo se siente matar a tu propia hermana?
De repente, me agarró toscamente la mano y la llevó a fuerza hasta el trozo de metal que se asomaba tan cruelmente de la herida en su pecho. Estaba mojada, fría. Intenté en vano quitar mi mano de ahí, pero Camila sólo la sujetaba aún más fuerte, hincando sus uñas en mi piel.
—Éramos familia, Ana. FAMILIA. No siempre fui la mejor hermana del mundo, ok, lo admito. A veces te daba lata solo porque sí, pero ¿acaso crees que eso justifica mi muerte? ¡¿Eh, pendeja?! ¡¡MORÍ POR TU CULPA!!
Ahora lloraba sin control, cerraba los ojos tan fuerte como podía en un intento desesperado de escapar de la escena de horror delante de mí.
No es real, no es real, no es real, me repetía a mí misma, atemorizada. Es sólo una pesadilla.
Llegó la mañana.
Me desperté sola, empapada de sudor. Recordaba vívidamente los eventos de la noche pasada, pero esperaba con toda el alma que sólo fuera producto de mi imaginación, quizá consecuencia de haber tragado un taco callejero con carne contaminada. Atontada, giré la cabeza y vi algo que de pronto me intimidó.
El teléfono.
Yacía inerte en la mesita de noche. No sabía por qué, pero intuía que ahí aguardaban las respuestas que necesitaba, las pruebas de si todo había sido un sueño. Tenía razón.
Con el corazón encogido en mi pecho, descubrí que anoche me había marcado Camila. Cuatro veces. Luego noté los mensajes de audio desesperados, los gritos pidiendo ayuda. Nadie en la casi le había contestado.
Como no podía explicar bien dónde se encontraba, las ambulancias nunca llegaron a tiempo. Mi hermana murió desangrada, atrapada en lo que quedó de su auto después de despeñarse y estrellar boca arriba en una zanja pasadas las 3:00 de la madrugada. La acompañaban dos amigas, cuyos cuellos se habían roto al momento de la colisión. Varios días más tarde, durante las autopsias, se detectó la presencia de varias sustancias ilícitas en sus cuerpos. Cocaína y cantidades ingentes de alcohol, principalmente.
Dijeron que fue un accidente. Algunos culparon al alcohol, a los impulsos temerarios de unas muchachas que sólo querían divertirse. Otros acudieron a Dios en busca de una explicación. Todo pasa por una razón, decían, sólo hay que comprenderla.
Qué pendejadas.
Hace mucho que dejé de creer en Dios como algún tipo de amigo invisible y omnipresente que interviene en nuestras vidas, y aunque la explicación de las drogas me parece plausible, no me convence del todo. Ya tenía la costumbre de meterse mierda, tenía una tolerancia impresionante, mi hermana.
Sé lo que vi esa noche.
Aún no lo puedo explicar. ¿Si sólo fuera un sueño, cómo es posible que supiera tantos detalles? Supongo que pudo haber sido una coincidencia, o algo que ha cambiado en mis recuerdos con el tiempo, como le suele pasar a la gente que ha experimentado algún trauma, pero…
Nunca lo sabré. Por más que intente. Para mí, siempre existirá la posibilidad de que haya causado el accidente de mi hermana. Y ya no sé si puedo vivir con eso….