Cuaucóhuatl tenía hambre. Sed. Calor. ¿Por qué estaba aquí, en medio del desierto, siguiendo las órdenes de un dios caprichoso?
Caminaba a paso lento por los matorrales, maldiciendo los huaraches que lastimaban sus pies por tanto roce. Un taparrabos de tela colorida apenas le cubría el cuerpo, dejando su piel morena y reluciente expuesta casi en su totalidad al azote del sol hostil. Éste castigaba al hombre mexica con sus rayos potentes, provocando que gruesas gotas de sudor resbalaran por su espalda. Mirando el límpido cielo azul, el explorador constató con consternación que no había la menor nube que pudiera aliviar el ardor.
—¡No te desanimes, Cuaucóhuatl! —exclamó Axolohua, interrumpiendo los pensamientos quejumbrosos de su compañero—. Pronto llegaremos a la tierra prometida. ¡Sé que es así!
—Bien por ti, hermano…. —refunfuñó Cuaucóhuatl, jadeando—. Pero yo no estoy tan seguro.
—¿Pero qué dices? El venerado Huitzilopochtli lo profetizó: En donde la tierra aparezca rodeada de agua, entre cañas y juncias, ahí estaré de pie, ahí reinaré. ¿Acaso dudas de la palabra de un dios?
—No, es sólo que…
—¿Qué, hermano? Habla con franqueza, aquí no hay quien te juzgue.
—De acuerdo, me imagino que nadie más de la tribu nos escuchará aquí… Pues bien, llevamos días enteros vagando por estas tierras y aún no hemos visto ningún lago, mar ni río. Y ni hablar de la señal… extraña… de la que nos habló el gran Huitzilopochtli. ¿Y si nos hemos equivocado? ¿Y si todo esto resulta una farsa, un toque de locura provocado por el peyote que nos echamos en la ceremonia del Fuego Nuevo?
Axolohua se paró en seco para mirar a su amigo a los ojos.
—Imposible —contestó Axolohua, negando con la cabeza—. Sabes bien que esas plantas no tienen ningún efecto en sí, sólo sirven para ponernos en contacto con el más allá. Y los dioses nunca mienten, que yo sepa. ¿Por qué tendrían que hacerlo?
—No sé hermano, sólo tengo un sentimiento raro. Una corazonada que no sé interpretar…
—¡Deja de decir tonterías! Sólo hay que tener fe, los designios de los dioses son difíciles de comprender para nosotros los mortales.
—Espero que tengas razón…
Cuaucóhuatl suspiró con resignación. Sin decir más, los dos hombres reanudaron su larga caminata por los roquedales y los cactus. Tenían bastante tiempo para seguir pensando en qué sorpresas les podría deparar el destino, allende el horizonte…
***
—¡Agua! ¡Veo agua! —exclamó Cuaucóhuatl, de repente eufórico por el descubrimiento.
—¡¿Dónde?! —gritó esperanzado Axolohua.
—Allí, al pie de esa colina, ¿no la ves?
Axolohua se llevó una mano a la frente, escudando sus ojos del sol para escudriñar mejor el paisaje. Siguió con la mirada el dedo índice de su compañero, que apuntaba a un gran cuerpo de agua de un color increíblemente azul.
—¡Tienes razón! ¡Vamos!
Partiendo con prisa, los dos mexicas corrieron cuesta abajo hacia la orilla del gran lago. La emoción los volvía torpes, haciendo que tropezaran desgarbadamente con las piedras en el suelo. No les importó, pues siguieron batiendo sus piernas tan rápido como podían, haciendo que el zacate alto se meciera en la brisa que dejaban sus pasos. Poco a poco la tierra bajo sus pies se volvía mojada, lodosa. Cuando por fin llegaron a la orilla se quedaron en silencio un momento, asombrados. Era justo como en su visión profética, pero aquella forma amarilla y roja que se alzaba en el lago parecía demasiado… fantástica para ser real.
Los dos hombres, boquiabiertos y con ojos de pasmo, admiraron el paisaje mientras seguían resollando por la carrera. El gran cuerpo de agua se extendía casi hasta el horizonte, bordeado de prados y colinas majestuosas. Ahí debía llover mucho más de lo normal, pues el verdor de la hierba abundante y las flores coloridas se expandían hasta donde alcanzara la vista. Parecía un inmenso oasis, una grata sorpresa para los dos hombres sedientos. Pero cerca de la orilla, a solo unos pasos de los exploradores, se encontraba un islote misterioso. Se trataba de un pequeño trozo de tierra de forma perfectamente redonda y cubierta con zacate glauco y bajo, como si alguien lo hubiera cortado para que quedara uniforme. En el centro del pasto se encontraba una extraña construcción de forma rectangular, hecha de un tipo de piedra demasiado lisa y reluciente para ser real. Sus paredes estaban pintadas de un amarillo dorado y un bermellón brillante, tonos más vibrantes de lo que los mexicas habían visto jamás. A nivel del suelo había una especie de abertura alargada y horizontal en la pared, inmensa como la boca de una gran ballena, revelando unos extraños muebles y cachivaches brillantes que los hombres aún no podían distinguir bien desde esa distancia. Empotrada en un lado del techo, se revelaba una placa con unas marcas curiosas, indescifrables:
OXXO
Los dos hombres dejaron escapar un grito ahogado al unísono.
—¿Será verdad? —preguntó Cuaucóhuatl, casi susurrando con temor reverencial. —. ¿Hemos encontrado el templo de la profecía?
—Creo que sí… —contestó Axolohua, sobrecogido —. Vamos a verlo de cerca.
Sin esperar a que contestara su amigo, avanzó a paso decidido hacia la isla. Al apartar con la mano unos juncos que crecían muy juntos en la orilla lodosa, descubrió con sorpresa que había un estrecho camino de losas que empezaba justo donde había pisado, y que conducía en línea recta a la isla fantástica. Era como si los dos hombres hubieran sido destinados desde siempre a caminar por esa peculiar franja de tierra.
—¡Espérame! —exclamó Cuaucóhuatl, que había parado para llenar un bule con el agua cristalina del lago. A pesar de su asombro le ganaba la sed.
Su compañero asentó con la cabeza; algo le decía que esto iba a ser un descubrimiento demasiado impactante para un solo hombre. En cuanto Cuaucóhuatl pisó el camino de piedras perfectamente cuadradas, los dos mexicas avanzaron hacia la isla, atraídos como polillas a una llama.
—¿Y qué tal si es una ilusión? —preguntó Cuaucóhuatl en voz baja—. Me cuesta creer lo que ven mis ojos….
—Tonterías —repuso Axolohua—. Tuviste la misma visión que yo, es exactamente como lo vimos aquella noche, como lo profetizó el gran Sol. Por eso tiene sus colores, los tonos rojos y amarillos del amanecer. ¿No es obvio?
—Sí, supongo que sí… ¿Pero si fuera una trampa?
—En ese caso, hermano, no tendríamos la más ínfima esperanza. Se ve clarísimo que esto no es de los hombres, sino de un dios. Seguramente uno que nos podría borrar de la faz de la Tierra con un mero parpadeo.
Cuaucóhuatl tragó saliva. Su amigo tenía razón.
Justo cuando hubieron pisado el césped, estalló un graznido chirriante sobre las cabezas de los dos hombres. Escalofríos les recorrió la espalda.
—¿Qué fue eso? —susurró Cuaucóhuatl.
No hubo respuesta. Su compañero sólo mantenía la boca abierta, mirando bobamente algún punto impreciso en el techo. Volteando la cabeza hacia arriba y entornado los ojos, Cuaucóhuatl por fin lo vio: encaramada sobre la críptica marca del OXXO, una águila desplegaba sus alas mientras se empeñaba en zamparse algo difícil de distinguir desde el suelo. ¿Sería carne?
—¡Es la señal! —declaró Axolohua, postrándose con reverencia ante el agüero sin duda dejado por los dioses todopoderosos.
—¿Pero qué… qué está comiendo? —contestó Cuaucóhuatl, aún de pie.
Axolohua miró irritado a su compañero.
—¿Por qué no te hincas ante la gloria del gran Sol? Así fue la profecía a la letra: Han de hallar el templo que se eleva entre las aguas, y en cuyo techo a su vez se yergue un águila con las alas desplegadas, que mansa se bate las plumas… y cuando encuentren la señal que el águila ha convertido en trono, ahí se detendrán, ahí sobre esa tierra se asentarán, ahí en esa tierra reinarán. ¿Eres demasiado necio para verlo, hermano?
—No es eso, sólo… tengo otra corazonada, un extraño presentimiento que no puedo ignorar. El águila es un augurio, sin duda, pero no puedo ver qué está comiendo. ¿Sin eso, no se puede interpretar completamente, verdad? Y no sé tú, pero yo necesito saberlo. Necesito descubrir qué secretos esconde este sitio tan arcano, y qué significa para nuestro pueblo. ¿Me acompañas?
Axolohua dudó un momento. Al cabo de unos largos segundos, asentó con la cabeza y se levantó del suelo con un resoplo de esfuerzo.
—De acuerdo. Seguramente ningún hombre ha visto las maravillas que nos esperan ahí dentro, es una oportunidad que no me quiero perder. Adelante.
Alegrado, Cuaucóhuatl volteó y avanzó a grandes zancadas hacia la gran abertura en la fachada del templo. Pero en cuanto llegó al umbral, se topó con una sorpresa:
¡Pum! Un misterioso campo de fuerza impidió su paso.
—¡Ay, güey! —gritó el hombre, sobando su frente dolorida.
—¡¿Qué pasó?! ¿Estás bien?
—Sí, eso creo, solo me asusté… Hay algún tipo de material invisible ahí, mira.
Los dos empezaron a tantear bobamente el vidrio que les cerraba el paso hacia el interior del edificio. Brillaba por la resolana del lago.
—Jamás en mi vida he visto algo así. ¿Acaso tú sí? —preguntó Axolohua.
—No, nunca.
—Exacto, tiene que ser magia… Pero a ver, exploremos un poco más, seguro que hay una manera de franquear esta barrera invisible. Sólo hay que saber buscar.
—Si tú lo dices… —contestó Cuaucóhuatl, sacudiendo su cabeza para desaturdirse. Mientras seguían caminando por el perímetro del edificio, una pregunta curiosa se le ocurrió a su amigo:
—Oye, y ¿qué fue esa palabra que dijiste? Hace un momento cuando chocaste con la fuerza invisible. ¿Cu-ei, dijiste?
—No carnal, dije güey. Con gu.
—!Ahí está! ¡Lo hiciste de nuevo! —contestó su amigo, apuntando con el dedo —. ¿Por qué hablas así? ¿Estás inventando palabras?
—No sé, güey, pero me siento raro. No sé por qué…
—A lo mejor ese material mágico te hizo algo al chocar. Deberíamos tener más cuidado.
—Sí, de acuerdo…
Apenas terminada esa frase, un gran portal empezó a abrirse delante de los exploradores. Emitiendo un leve siseo, dos paneles del misterioso material invisible se movieron solos, como si detectaran la presencia de los dos hombres. Éstos admiraron en silencio el grácil deslizamiento del armazón delgado y metálico de la doble puerta, que soltó una brisa de aire fresco proveniente del interior del edificio.
—¿Qué es esta hechicería? —preguntó Axolohua, desconcertado—. Espero que todo sea obra del gran Sol, y no de algún ente malévolo…
Cuaucóhuatl no contestó. Como atraído por un gran imán, el hombre avanzó con pasos ligeros pero decididos hacia el interior de la estructura, casi flotando sobre el suelo al caminar. Cada detalle del lugar era tan ajeno a todo lo que conocía que su mente batallaba por absorber tanta información. Entregándose a lo desconocido se acercó al primer mueble que notó, una estantería, y prosiguió a inspeccionar los tiliches curiosos que ahí se encontraban, todos hechos de materiales peculiarmente brillantes. En el primer estante había bolsas de un material reluciente y translúcido, un poco como el portal de la entrada, y que dejaban ver las pequeñas tortillas doradas que contenían. A su lado, el hombre maravillado encontró unas latas de un metal delgado y plateado, decoradas con unas imágenes de frijoles.
Qué extraño, pensó. ¿Quién los habría puesto ahí? ¿Cómo habrían cerrado el contenedor?
Sin embargo lo que más le llamó la atención eran unas cajas, al parecer organizadas por su color y hechas de un material que se parecía a la madera, pero que era imposiblemente delgado. Intrigado, agarró una y le dio vuelta para examinar de cerca los diseños estrambóticos grabados en su superficie. Debajo de las letras de alguna lengua extranjera e indescifrable notó lo que parecía un pato, o quizá un ganso, pero que por alguna extraña razón tenía un aspecto humanoide, casi infantil. Llevaba puesta la estrafalaria vestimenta de alguna cultura foránea. Al lado de su pico sonriente, encontró la imagen de algún tipo de comida —¿sería yuca?— cubierta por una capa de algo que podría ser cacao.
¡Crac! ¡Crac! Estrelló la caja impulsivamente contra el estante de metal. Obediente, el delgado cartón se rompió, dejando ver un destello de sus precioso contenido. Rasgando y jalando, animado como un niño chiquito que juega con su comida, el hombre despedazó la caja hasta reducirla a jirones. Cogió uno de los extraños panes y sin pensarlo ni un segundo se lo echó a la boca. El resultado:
—¡¡Güey!! ¡Ven acá, esto está ricoooo! ¡Está tan dulce, no lo puedo creer!
Axolohua lo había seguido al interior del edificio para husmear, pero hasta ese momento había tenido una actitud más cauta. Ya no. Envalentonado por el descubrimiento de su amigo, desgarró una caja de cartón que estaba en otro estante, pero para su pesar se topó con un envoltorio de plástico que ocultaba la delicia que seguramente le esperaba. Frustrado lo agarró y le dio una fuerte mordida, rasgándolo con los dientes hasta liberar el contenido. Sin dudar un segundo, se llevó el contenido a la boca y empezó a masticar con vigor. Pero algo no estaba bien…
—¡Guácala! ¡¿Qué es esa madre?! —espetó Axolohua, expulsando el objeto correoso y baboso de su boca con un sonoro escupitajo.
—¿Qué pasa? ¿Todo bien?
—Sí, pero qué feo… Fue como mascar hule rancio.
—Veamos… —contestó su amigo, acercándose con prisa para investigar. Se agachó y examinó los restos de la cajita de cartón de color naranja. Mirándola de cerca, pudo apreciar otra vez unas marcas en una lengua que no entendía: TROJAN
—No creo que eso sea comida, amigo —pronunció Cuaucóhuatl, mirando con desprecio el pedazo de goma ensalivada que yacía inerte en el suelo.
—Pues eso espero, porque tenía un sabor de la verga, carnal.
Molesto, Axolohua le dio una patada de desprecio al condón medio masticado. Éste protestó con un chirrido mojado.
—No te enojes, amigo. Sólo mira un poco antes de que te comas cosas, ¿eh, campeón?
Axolohua refunfuñó algo que su amigo no llegó a escuchar, seguramente maldiciendo su mala suerte. O su pendejez.
Reanudando la marcha, los dos hombres se pusieron a fisgonear un poco más por la zona. Había toda clase de alimentos imperecederos esparcidos por la habitación entera, a veces acompañados por misteriosos artilugios cuyos usos los mexicas solo podían imaginar. Todos yacían inertes, apagados en los mostradores como los fantasmas de una civilización perdida. Bueno, casi todos…
Un zumbido repentino rompió el silencio.
—¿Escuchas eso? —preguntó Cuaucóhuatl, girando la cabeza como un faro. Se le puso la piel de gallina.
—Sí, ¿qué es? Espero que no sea otra sorpresita desagradable… —se quejó Axolohua.
No tardaron en descubrir de dónde venía el sonido grave e insistente. Al doblar un pasillo estrecho, se toparon con una gran máquina —una auténtica bestia de metal, a su parecer—. No alcanzaban a ver sus entrañas, pero la parte superior tenía forma de un prisma triangular, cuyo vidrio inmaculado dejaba ver unas curiosas carnes rojizas que rotaban de manera interminable sobre brochetas metálicas. Sus formas curiosamente alargadas y redondeadas —casi parecían dedos rollizos, a decir verdad— se rostizaban lentamente, al parecer para algún cliente invisible y fantasmagórico.
—Debe de ser un horno —postuló Cuaucóhuatl, acercándose con cautela para verlo mejor. El calor que emanaba el aparato era considerable—. ¿Pero dónde está el fuego?
¡Juíu!
Una enorme ave irrumpió en la sala, quién sabe cómo había entrado. Batió sus grandes y majestuosas alas mientras volaba velozmente hacia los mexicas, derribando paquetes de comida de los estantes con el fuerte viento que ocasionaba. Enseguida los dos hombres cayeron de rodillas, atemorizados. Axolohua cerró los ojos y se puso a murmurar oraciones antiguas, esperando que todo sólo fuera una visión inofensiva. Su compañero no. Fue como si fuera incapaz de cerrar los párpados.
—Es el águila de afuera —susurró Cuaucóhuatl, admirando abobado el plumaje pardo y lustroso del ave mientras se posaba en un mostrador cercano. Ésta miraba fijamente al hombre con sus ojos amarillos y penetrantes, acercándose despacito y ladeando la cabeza como si quisiera decirle algo. Estaba a sólo unos palmos de sus narices.
—¿Qu-qu-qué está haciendo? —balbuceó Axolohua sin abrir los párpados.
—No sé, está posada en una mesa. Creo que quiere mostrarnos algo…
A manera de respuesta, el águila se echó a volar una vez más, cerniéndose sobre el horno mientras el frufrú de sus aletas batientes llenaba la sala. Con un hábil movimiento de sus garras logró abrir la tapa de vidrio y arrebató una de las salchichas rostizadas con el pico. Al otro lado de la tienda, la puerta automática se abrió como por arte de magia, dejando una vía libre para que el águila abandonara el edificio. Y eso hizo, saliendo tan veloz e inesperadamente como había entrado. Ningún pájaro podría moverse tan rápido, que los mexicas supieran.
—¿Qué acaba de pasar? —preguntó boquiabierto Cuaucóhuatl, mirando alelado cómo la figura emplumada seguía volando, haciéndose cada vez más pequeña hasta perderse en el cielo azul.
—¿No lo ves? Es otra señal enviada por el gran Sol; nos quiere mandar un mensaje.
—Claro, pero cómo interpretarlo… —murmuró Cuaucóhuatl, atraído una vez más al horno. Un curioso hormigueo empezaba a apoderarse de su cuerpo, radiando desde la nuca y poniéndole los pelos de punta. Sin saber por qué, echó una mano a una bolsa que yacía en la cubierta a su lado, toscamente desgarrando el plástico para liberar los panes que contenía. Asió uno bruscamente y lo partió por la mitad. Luego dio una vuelta para mirar las tentadoras salchichas que giraban sin fin en el horno caliente. ¿Por qué de repente le urgía comer? Agarró una, poniéndola por instinto en medio del pan dorado y suave. Lo olfateó y, ya salivando, se lo echó entero a la boca.
—Mmmm… —gimió con deleite.
A Axolohua le picó la curiosidad. Por fin se levantó del suelo y se puso a investigar.
—¿Qué estás comiendo?
—Hot dog —fue todo lo que pudo articular su amigo mientras seguía batiendo la mandíbula, embelesado.
—Pues se ve sabroso, la verdad… —murmuró Axolohua, mientras sus manos ya buscaban una salchicha por su propia voluntad. Siguió los pasos de su amigo, metiendo la carne exquisitamente rostizado en un pan alargado y partido por la mitad. Al darle la primera mordida:
Éxtasis. Sus papilas gustativas jamás habían probado semejante delicia.
—Es… increíble —logró balbucear Cuaucóhuatl, su primer perro caliente ya devorado en tiempo récord. Satisfecho como si acabara de tener un orgasmo gustativo, se colapsó en el suelo y ahí se quedó mientras esperaba a que su amigo terminara de comer—. Tenemos que hacer algo con esto. Con estos…
—Vikingos —completó la frase su compañero, de repente iluminado—. No lo puedo explicar, pero se llaman Vikingos.
Al decir la palabra clave, todas las bombillas del edificio se encendieron a la vez, alumbrando la tienda cavernosa y futurística. Un sin fin de máquinas se prendieron al unísono, llenando el espacio con un coro de zumbidos, pitidos y siseos mecánicos. Los refrigeradores se enfriaron, las baldosas pulidas del suelo relucieron, y las puertas automáticas de la entrada se abrieron una vez más, como si quisieran darle la bienvenida a todo el mundo. Allá afuera, unos focos brillantes iluminaron la misteriosa señal del OXXO en el techo.
Y así empezó todo…
***
Nadie lo pudo explicar. Nadie lo pudo creer, incluso. Pero con el tiempo, y un par de visiones proféticas más, el pueblo lo aceptó: Ahí habría que construir la gran Tenochtitlan, ahí en la tierra del OXXO.
Por fin el Sol había sonreído sobre los mexicas, les había dado un regalo precioso. En cuanto siguieron explorando los alrededores del lago, descubrieron cada vez más tiendas OXXO, todas repletas de alimentos y tecnología digna de una civilización bastante más avanzada que la de las demás tribus nahuas. Las bombillas, la refrigeración, las computadoras y la electricidad que parecía surgir de ninguna parte, todo aquello ayudó a los mexicas a vencer a sus rivales, o por la espada o por el comercio. Así empezó una nueva era, así empezó el reino de los Vikingos.
Siglos después, cuando los mexicas por fin se cansaron de su imperio e instauraron una democracia, los fundadores de un nuevo país quisieron honrar sus orígenes. Llegarían a diseñar una bandera con tres rayas verdes, blancas y rojas, en el centro de la cual se apreciaba la mítica águila que comía un perro caliente, posada majestuosamente sobre la señal de aquel OXXO legendario. No había mejor manera de rendirle homenaje a sus fundadores antiguos, decían, ni de mostrar el orgullo por su país, México.