—Oye, profe, ¿qué onda con Bob ayer? —preguntó Diego, mientras hacía una ronda por el laboratorio con el doctor—. ¿Por qué se puso tan enojadito con ese gato? Sé que eres alérgico y todo, pero no manches, pensé que Bob iba a aspirar hasta dejar pelón al pobrecito.
—Dime, ¿alguna vez has escuchado de las tres leyes de Asimov?
—No, no creo.
—Bueno, se trata de unas reglas que habría que incluir en la programación de cada androide, por la seguridad de todos. La primera es que un robot no puede hacerle daño a nadie ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño. De ahí el pequeño incidente de ayer…
—¿Porque ibas a estornudar?
—Eh, sí… Bueno, hay un pequeño error en el código principal de Bob que hace que no pueda diferenciar un peligro mortal de ciertas molestias de salud sin consecuencia. Llevo un tiempo tratando de arreglar esa falla técnica, pero por el momento no he tenido suerte…
—Ya veo. Y por pura curiosidad, ¿cuáles son las otras dos leyes?
—Ah, excelente pregunta. La segunda ley es que un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, exceptuando cuando eso rompa la primera regla. La tercera es que un robot debe proteger su propia existencia, a menos que eso choque con una de las primeras dos leyes. Estas leyes son de suma importancia. Si no fueran aplicadas, imagínate, una simple aspiradora podría intentar matarte por ensuciar una alfombra que trataba de mantener limpia.
—Tendríamos Roombas asesinas… —murmuró Diego con asombro, pensando en las migajas de Doritos que solían desperdigarse por el suelo de su depa de soltero. Le echó un vistazo suspicaz a un trapeador apoyado contra la pared, tratando de averiguar si espiaba su conversación.
—Vaya, espero no ver eso nunca —respondió el doctor, soltando una risa —. Por cierto, creo que ya es hora de checar los progresos de Olga. A ver cómo le va con el último experimento.
El profesor barbudo se paró al lado de un escáner biométrico, dejando que el láser le analizara las huellas dactilares. Al confirmar su identidad, una puerta corrediza se abrió con un suave silbido. Después de cruzar el umbral se apreció una voz inequívocamente mecánica:
—Cuatro mil quinientos sesenta y siete, cuatro mil quinientos sesenta y ocho, cuatro mil quinientos sesenta y nueve…
—Ah, ya veo que llevas un buen rato contando ovejitas eléctricas —dijo el profesor, reprimiendo una risita.
Bob no le contestó, simplemente continuó con su monótono conteo sin fin. Olga, por otro lado, parecía haber descubierto un nuevo plano de existencia, uno lleno de hastío y tedio arrollador. Estaba apoltronada en una silla observando a Bob con unos ojitos rojitos con sueño, una laptop yacía inerte en su regazo. A pesar de su esfuerzo para disimular, para sus dos camaradas no pasó desapercibida la baba que acababa de limpiar de la comisura de su boca.
—Profesor, quizá a Bob no le aburre contar ovejas, pero a mí sí. Llevamos más de un hora con esto, no va a parar nunca… —se quejó la rusa con cierta desesperación.
—Sí, eso me imaginaba… —respondió el Dr. Anderson—. No creo que haga falta examinar sus sistemas internos, se nota a leguas que no se va a cansar nunca…
—De hecho, mi batería está al 93% en este momento. Si continúo con mi tarea actual, me veré forzado a enchufarme en aproximadamente 53 horas, 17 minutos y 45 segundos —aseguró Bob, antes de reanudar su enumeración sempiterna sin perder la cuenta.
Olga dejó escapar un largo suspiro de exasperación.
—No te preocupes, Olga, ya podemos terminar con esto. Si no se cansó de calcular la raíz cuadrada de los primeros diez mil números primos, no se iba a cansar de un simple conteo. Sólo esperaba que al ser una tarea mucho más fácil le hubiera provocado una respuesta un poco más… visceral. O al menos que pasara algo imprevisible.
—¿Imprevisible? —preguntó Bob —. No entiendo, toda mi programación sigue una lógica bastante consistente y, por ende, se pueden calcular todas mis respuestas en cualquier situación de variables conocidas. ¿No es así, profesor?
—Es cierto, pero por otro lado tus códigos centrales te permiten aprender de tus experiencias, y de nosotros. Dime, ¿qué has aprendido hoy?
Unas lucecitas azules se alumbraron en la placa frontal de Bob mientras analizaba las grabaciones de las últimas horas. Calculó.
—Hace poco aprendí que uród y blyat son groserías particularmente coloridas en ruso.
La cara de Olga se puso más carmesí que una remolacha.
—Perdón, no sé cómo escuchó eso… —murmuró la mujer, apenada.
Diego suprimió una risita.
—Tranquila, tranquila —dijo el doctor con un tono bonachón—. De hecho, eso es una buena transición al próximo test.
Diego arqueó una ceja.
—Una de las emociones primordiales, al menos para el Homo sapiens, es la ira. Es algo que nos hace temblar desde el mero núcleo de nuestro ser. En particular cuando se percibe una amenaza para nuestra seguridad, o nuestro honor. Propongo que, para motivar a nuestro amigo Bob a que tenga una respuesta emocional, le soltemos varios insultos. Con algo de profesionalismo, ¿eh? No quiero traumar a nadie… Olga, sospecho que a ti te gustaría empezar. ¿Me equivoco?
La mujer se ruborizó de nuevo, como si la piel de su cara estuviera hecha de pura mermelada de frambuesa.
—Sí claro, Doctor —contestó, encarando al pequeño robotcito e inhalando profundamente mientras pensaba en cómo proceder—. Pareces… bote de basura oxidado. O… hidrante con sobrepeso. Pienso que Roomba limpia alfombra mejor que tú.
Todos se voltearon para mirar a Bob. El pequeño androide seguía en silencio, apenas unas luces se encendieron en su visualizador central. ¿Estaría sopesando cómo reaccionar?
—Y… estás bien fodongo, güey —agregó Diego, alentado por un ademán del profesor —. ¿Qué, ni siquiera te puliste un poquito antes de ir a la chamba? Qué poca. Y hueles feíto, como si te perfumaras con esencia de gasolina y el sobaco de mi tío Luis…
Más silencio. El robotcito ni si inmutó. Ahora le tocaba al doctor Anderson, quien carraspeó antes de enunciar:
—Estás tonto, lelo, zopenco, bobo, lerdo. Jamás he visto un soplagaitas tan estulto, descerebrado, meliloto, pavitonto, bobalicón y gaznápiro como tú. Me das pena, ¡vete a freír espárragos!
Los dos asistentes intercambiaron expresiones de asombro, sus ojos grandes como monedas. Y eso que solo habían entendido la mitad de los insultos del profesor.
—¿Bueno? —continuó el doctor, después de una pausa medio incómoda—. ¿Tienes algo que decir, Bob?
Más lucecitas parpadearon en su pantalla frontal, ahora con cierta frenesí.
—No sabía que olía a la axila de ese tal tío Luis. Tendré que arreglar eso…
***
Pasadas las 10:00 de la noche, el laboratorio estaba silencioso como una tumba. No se escuchaban los pájaros afuera, ni estudiantes hablando en los pasillos. Las luces se habían atenuado, y los robots se habían apagado. Todos, menos uno.
¿Qué significaba dormir?
Bob nunca había entendido el concepto. ¿Era como cuando él se enchufaba? ¿Una manera de recargar las pilas?
Eso le habían explicado. Sin embargo, las pocas veces que había atestiguado la siesta discreta de alguien en el laboratorio, nunca había encontrado ningún enchufe.
Y había intentado. Vaya que sí.
Una de las consignas integradas en su programación era la de aprender todo lo que pudiera sobre los humanos y, como consecuencia, sentía ciertos impulsos. Algo que podría llamarse…
Curiosidad.
Curiosidad con C mayúscula. Curiosidad que ningún artículo de Wikipedia pudiera satisfacer nunca. Era por eso que cuando tenía la fortuna de toparse con alguien dormido en el laboratorio, siempre le daba vueltitas para observarlo. Quería ver si por la comisura de su boca babosa se asomaba algún cable, algún adaptador inalámbrico que podría recargar esas pilas de las que tanto había escuchado, pero que nunca había encontrado en ningún texto médico.
Esa misma curiosidad lo impulsó a explorar aquella noche. Se suponía que pasara las horas nocturnas en una especie de cuarto de mantenimiento, donde podría analizar los datos del día anterior mientras cargaba su batería. Sin embargo, también albergaba en su código la consigna de limpiar las instalaciones una vez al día —una ocurrencia del Dr. Anderson para reducir los costos de limpieza—, a una hora que consideraba conveniente para no interferir con sus demás tareas.
Rrrruuuun… Rrrrruuun…..
Arrancó su aditamento aspirador. Desconectando un par de cables eléctricos y volviendo a guardarlos en un compartimento desplegable, se echó a rodar por el pasillo blandiendo su manguera cual lanzallamas en su lucha contra la suciedad.
Y mientras tanto, escuchaba.
No sabía qué buscaba, al principio. Un refrigerador zumbaba en una esquina, las manecillas de un reloj analógico mantenían su ritmo constante: Tic. Toc. Tic. Toc. Nada fuera de lo normal. Llevaba unos minutos rodando por el piso de linóleo cuando por fin oyó algo curioso al otro lado de la pared: el leve murmullo de unas voces. Dos voces.
Ávido como siempre de saber más, Bob dejó de aspirar y desplegó una pequeña antena parabólica, la cual orientó hacia el cuarto adyacente…
—Oye, ¿qué pedo con el profe? ¿Por qué nos tiene trabajando acá a estas horas?
La mujer suspiró, cansada.
—No sé, pero mis dos hijas me esperen en casa. Debemos meterlas en cama a 9:00, pero ahora mi esposo les va a dejar ver tele toda noche y comer basura…
—Sí, yo igual, güey. Tengo dos… peces esperándome.
—…
—Bueno, ok, tengo una cita con dos bolsas de Doritos y una coca, pero ese no es el punto. Sólo digo que tengo otras cosas que hacer en la noche que no sean analizar el estado mental de ese estúpido robotcito.
Afuera Bob ajustó su pequeña antenita, aguzando el oído.
—Sí, ya sé… Oye, no sé si tiene que ver, pero otro día pasé por despacho de profesor, y no me parecía… tan bien.
—¿Cómo? ¿Qué pasó?
—No vi nada, pero… lo escuché llorar. Detrás de puerta.
—¿Llorar?
—Sí, y mucho. Pensé en tocar puerta, pero decidí no hacerlo. En mi país, no es normal que hombre llora. Me da miedo, a decir verdad…
—Me pregunto por qué lloraba…
—No sé. Puede ser por estrés, ¿no?
—Sí, claro. Siempre habla de lo cerca que estamos de ganar un Nobel, pero no sé, a mí me parece que falta mucho para eso. Debe de ser bastante frustrante para él, si lo piensas… Imagínate, lleva años trabajando en este proyecto, si no décadas, y aún no ha logrado que ese cachivache carito entienda mis chistes.
—Ni yo los entiendo, no culpas a robot por eso.
Los dos se rieron un poco.
Después sobrevino un silencio incómodo.
—Bueno, solo espero que el profesor entre en razón y deje de darnos tanta chamba. Lamento que él esté pasando un mal momento, pero eso no justifica que trabajemos tan tarde.
—Ya sé.
—A lo mejor sólo necesita relajarse. Creo que a todos nos vendría bien, la verdad…
—No me quejaría de otra prueba en playa.
—Ni yo, aunque esa imitación de Los Cabos fue bien chafita jajaja… Oye, ¿y si salimos ahorita mismo? Creo que estos datos podrán analizarse mejor mañana, con un poco de café. ¿Qué dices?
—Sí, tienes razón… Y hablamos con profesor sobre estas horas extra.
Al escuchar el chirrido de dos sillas al otro lado de la pared, Bob escondió su antenita y echó a rodar hacia el cuarto de mantenimiento. Ya tenía más datos que analizar, grabaciones que rebobinar. Por más que investigara en internet, los seres humanos seguían pareciéndole bastante complicados. Un enigma total, incluso. Empezó a hacerse preguntas, y no paraba de darle vueltas a una en particular:
¿Por qué lloró su creador?