Filtro dorado

El año era 2008, y yo, un adolescente. Batallaba por sobrevivir en un mundo en el cual mis principales preocupaciones eran el acné, un leve sobrepeso y la notable falta de hembras en mi preparatoria para hombres. Preocupaciones que compartían la mayoría de mis compañeros, debo decir. Tenía unos trece años, y estaba metido de lleno en un ambiente repleto de peleas en los pasillos, bromas pesadas y flatulencia despiadada. Esa prepa era la fuente de una infinidad de recuerdos divertidos y extraños, pero uno en particular se destaca en mi mente. O alguien, para ser más preciso.

El Dr. Becker. Así se llamaba el hombre que, sin que me diera cuenta, cambiaría de manera sutil pero tangible mi manera de entender al ser humano. Su capacidad increíble de joder, más específicamente.

Le precedía su reputación, antes incluso de que pisáramos el aula por primera vez. Todos habíamos escuchado su nombre, incluso los que no tomaban su clase. Era un cascarrabias cincuentón que se dedicaba exclusivamente a enseñar inglés a los del primer año, aparte de unas clases de alemán que daba en una universidad local. Decían que era de otra época, una en la cual los profesores tenían la costumbre de golpear a los estudiantes desobedientes y relajientos. Todo eso ya estaba prohibido —era el 2008, después de todo—, así que ahora tenía que limitarse a echar los libros de los alumnos traviesos por la ventana con una sonrisa burlona grabada en la cara.

Nadie sabía con certeza por qué se regodeaba tanto en hacer la vida miserable a los novatos de la prepa, pero había un rumor que se destacaba entre los demás. Según una especie de leyenda, el profesor sangrón tenía un hermano gemelo, casi idéntico en apariencia, quien era muy allegado a él y con quien casi siempre andaba.  Contaban que de jóvenes eran bastante alegres y fiesteros, que en cuanto olían la menor posibilidad de una celebración se apuntaban luego luego para traer el chupe. Pero todo eso se acabó. Una fatídica noche perdió a su hermano en un accidente de coche, víctima de una combinación fatal del alcohol y un aguacero torrencial, y ya nunca volvió a ser el mismo. Se amargó. Mucho. Quizá porque simplemente nunca superó el trauma emocional de su pérdida, o tal vez porque cada vez que se miraba en el espejo no podía evitar ver el reflejo de su gemelo devolviéndole la mirada. Un recordatorio permanente de su propia mortalidad.

Pero ya basta de preámbulos, déjenme ir al grano. Todo empezó, lógicamente, el primer día de clases. Yo era un pececito pequeño en un estanque grande, rodeado de caras desconocidas. El puñado de amigos que ya conocía estaban dispersos por toda la escuela, lejos de mi vista. Me sentía algo solo, desprotegido, pero ávido de aprender cómo era este nuevo mundo que era la prepa. Y estaba a punto de hacer precisamente eso. Mi primer encuentro con el Dr. Becker empezó así…

***

—Henderson —gruñó una voz algo grave y ronca.

—Presente —contestó alguien.

—Johnson.

—Presente —respondió otra voz masculina desde una esquina del aula.

El profesor solo pasaba lista a los alumnos, y ya me ponía nervioso. Era una tontería, lo sabía, pero no podía evitarlo. No después de escuchar las historias sobre el notorio Dr. Becker.

—Kent.

—Aquí.

Me sudaban tantito las manos. Probablemente porque se acercaba a mi apellido y tendría que hablar con él por primera vez.

—Larson.

—Presente.

—Long.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Ya me tocaba.

—A… Aquí.

—¿Estás seguro? Sonó más como una pregunta que una afirmación —me recriminó, mirándome fijamente con sus pequeños ojos de color azabache.

—Sí.

—¿Sí qué? —me retó.

—Eh… sí, señor.

—Eso. No pasé cuatro años estudiando las obras de von Goethe para que omitieran mi título a cada rato. Que conste que soy un doctor —refunfuñó—. ¿Murphy?

—Presente.

Y así, tan rápido como me había reprochado, me volvió a ignorar. Menos mal. No quería más de su atención crítica, sentía que mi cachetes se habían ruborizado bastante ya con eso.

Mientras el profesor seguía distraído con la lista de los alumnos, me fijé en su apariencia física, prestándole más atención a los detalles ahora. Era un hombre grande, no por su altura sino por la gordura. Una panzota cervecera cuidadosamente cultivada por años sobresalía hasta el punto de esconder por completo su cinturón. Vestía un pantalón kaki, una camisa azul de manga corta (luego me daría cuenta de su aversión a las mangas largas, daba igual el clima afuera) y una corbatita ancha con rayas. Tenía el pelo peinado hacia atrás y la cara rasurada, papada incluida. Unos lentes ridículamente grandes de los años setenta magnificaban sus ojos negros. No podía evitar pensar en Plaza Sésamo, era como si tuviera el cuerpo del Monstruo de las Galletas y la personalidad de Óscar el Gruñón.

 —Willcox.

Nadie contestó.

—Willcox, ¿estás ahí?

Había llegado al final de la lista, pero la falta de una respuesta fue incómoda. Escuché un cuchicheo a mis espaldas, volteé para ver qué pasaba. Ahí en su pupitre, retorcido como un contorsionista deshuesado, estaba un chico pequeño de pelo oscuro y piel lechosa. De alguna manera se las había arreglado para terminar con el tobillo izquierdo encima de la nuca mientras miraba el suelo con la cabeza entre sus rodillas.

—Eh, señor, creo que es él —pronunció un chavo con el pelo rubio y rapado, apuntando al susodicho estudiante.

El profesor entrecerró los ojos, intentando entender la escena. Volvió a abrirlos de par en par al captar lo que pasaba.

—¡¿Qué diantres te pasa?! ¡Siéntate bien!

Willcox se agitó de manera confusa, y a pesar de sus mejores intentos por erguirse terminó hecho un ovillo en el suelo. Alguien soltó una risilla ahogada.

El maestro se paró y fulminó al problemático con la mirada.

—¿Que no sabes ni siquiera usar una silla? ¿No te enseñaron eso en el kinder? —Al hablar, su papada parecía cobrar vida propia.

—Yo… yo…. —empezaba a decir el chico, por fin logrando subirse torpemente a su asiento.

—Yo, yo, yo —interrumpió el maestro con tono socarrón y agudo, alzando y torciendo las manos en el aire como para imitar desgraciadamente a alguien con discapacidades mentales—. Mira, mi clase es para los estudiantes talentosos y trabajadores, no para los pequeños niñatos ni para los retardados. Si no puedes con eso, hazme el favor de salir de esta aula ahora mismo.

Un silencio incómodo se apoderó de la sala mientras todos nos preguntábamos qué iba a suceder a continuación. Unos instantes después vimos como el diminuto chico recogía sus libros y se enfilaba hacia la puerta cabizbajo, arrastrando los pies con pena como un cachorro regañado. Mucho más tarde caeríamos en la cuenta de que aunque tuviera un trastorno del espectro autista, sí que era superdotado para la escritura, entre otras cosas.

—¿Hay algún otro infeliz del circo aquí entre ustedes? ¿A ver si tenemos, qué sé yo, un hombre bala, un mago, o quizá un malabarista? Ya sé que va a haber un payaso, siempre hay uno o dos de esos cada año. Al principio.

Nadie se atrevió a abrir la boca. El profesor nos examinó uno por uno, intentando entrever si alguien más iba a tener impulsos traviesos ese día. Juraría que su mirada nos penetraba hasta el alma, como la visión de rayos X del puto Superman. Después de un largo rato de escrutinio nos dio la espalda y se puso a escribir en el pizarrón, aparentemente satisfecho con el temor que había visto en nuestras caras.

—Eh… ¿señor?

Hasta el maestro pareció sorprendido de que alguien rompiera el silencio tan pronto. Se dio una vuelta para ver a quien había hablado. Un chico de pelo rizado sostenía la mano tímidamente en el aire.

—¿Sí? ¿Qué quieres?

—¿Puedo ir al baño?

—¿Que si puedes ir al baño? Mira muchacho, técnicamente podrías salir por la puerta ahora mismo, pero eso no quiere decir que tengas permiso para hacerlo. Dime, ¿estás viendo todo de color amarillo?

—¿Amarillo?

—Sí, amarillo, el color de la orina. Si no estás viendo todo con un filtro dorado, y me imagino que no dada tu última pregunta, quiere decir que aún aguantas. Así que quédate ahí hasta el final de la clase, que para eso tenemos descansos de cinco minutos entre cada materia.

Volví a ver al chavo, su cara de decepción lo decía todo. No lo sabía entonces, pero su pregunta sencilla sobre el baño presagiaba un conflicto elemental con este profesor tan malhumorado…

Ese año tenía un problema. Algo que me iba a retar a cada rato, me gustara o no.  Verán que tenía la desafortunada necesidad de ir al escusado aproximadamente una vez por hora. Quién sabe a qué demonios se debía, quizá era por la cantidad excesiva de cafeína que acostumbra tomar en la mañana para evitar la tentación de acurrucarme en la cama de nuevo, o porque Diosito tuvo a bien dotarme con una vejiga dos veces más pequeña de lo normal.  Mis viajes frecuentes al baño no eran un capricho, ni un simple hábito ni tampoco una manía mía, sino una exigencia de mi propio cuerpo. Tenía que ir, sí o sí. Un verdadero incordio. Más aún cuando tenía que lidiar con el Dr. Becker.

—¿Puedo ir al baño? —pregunté un día, cuando de veras pensé que no iba a aguantar más. La urgencia le ganó a mi timidez.

—¿Estás viendo todo amarillo? —me retó el profesor, mirándome con sus pupilas magnificadas.

Ya había aprendido cuál era la respuesta correcta.

—La verdad que sí, señor.

—Hmmm —respondió, mientras se tocaba la papada como para pensar. —¿Pero estás viendo todo de color café, también?

—¿Color café?

—Sí, piénsalo, muchacho. Y no creo que sea el caso, porque probablemente hubieras explotado a estas alturas. Así que quédate en tu asiento hasta el final de la clase.

La desilusión total. Francamente me urgía, pero solo quedaban unos diez minutos hasta el final de la lección, así que agarré mi lápiz con fuerza y me esperé con la paciencia de un fakir recostado sobre una cama de clavos.

La semana siguiente volví a sentir con cierto desasosiego esas familiares punzadas en la vejiga mientras estaba preso en mi pupitre. Era como si la gran represa de Hoover estuviera a punto de romperse e inundar todo a su alrededor con un líquido ambarino que apestaba a espárragos. Así que alcé la mano.

—¿Puedo ir al baño, señor? Ya estoy viendo todo de amarillo y de café, se lo juro.

—¿A poco? —se mofó el maestro—. Muy bien, te dejaré ir, con una condición. Me lo puedes volver a pedir, esta vez en alemán?

—¿Cómo?

—Me escuchaste bien. Pregúntamelo en alemán, y te dejaré ir.

Tragué saliva. No sabía nada de alemán, ni siquiera cómo decir “hola”. Mierda.

Igual me aventuré.

—Eh… guten tag die bañen ?

No sé si me miró con desprecio, fastidio o diversión. O una combinación rara de los tres.

Eh, wrong catfish.

Una ojeada rápida al google traductor les dirá que significa “incorrecto, bagre”. Ya sé, es un completo misterio por qué decía eso. Lo cierto es que lo decía a cada rato cuando nos equivocábamos en la clase. El caso es que era otra derrota más, seguida por otra espera agónica antes de que pudiera ir a hacer mis necesidades.

Pero no me di por vencido.

Más tarde ese día, al volver a mi casa llena de pelos de perro, encendí la computadora y me puse a buscar frases esenciales en alemán. Las anoté en la libreta que siempre llevaba a mis clases, resaltando las palabras “baño”, “amarillo” y “marrón”. La próxima vez iba a estar bien preparado.

Varios días más tarde hubo otro incidente, esta vez después de ver cómo el Dr. Becker había rudamente despertado a cierto infeliz que momentos antes había estado felizmente jetón, con la cabeza reposada sobre los brazos y un fino hilo de baba que se alargaba desde la comisura de su boca hasta sus libros de texto. Y no fue un dulce despertar. El profesor se había, con cierta malicia satánica, mojado un dedo con su propia saliva e introducido el mismo en el oído de aquel bello durmiente. La cara de este se transformó en una de horror en su estado más puro.

—¡Ah! ¡¿Qué es eso?! —gritó el chico, sacadísimo de onda. Ni aunque le dieran un toque de cien voltios no habría chillado con tanto vigor.

El profesor se echó a reír. Una de esas carcajadas que incomodan al instante, por lo malvadas que son.

—Eso, muchacho, se llama un wet willie. Es una de mis especialidades.

—¿Pero era necesario? —se quejó el chavo, llevándose una mano al oído que fue mojado con sevicia. Su réplica no le hizo ninguna gracia al maestro, quien frunció el ceño hasta el punto de fusionar sus cejas. Parecían una oruga hirsuta y enojada.

—Pues no habría hecho falta si no hubieras roncado como una maldita morsa durante mi lección sobre Macbeth. A mi parecer tuviste suerte, como estaba de buen humor ni siquiera lancé tus libros por la ventana como tanto me gusta. Pero si prefieres ese trato, aún estamos a tiempo. ¿Qué dices?

El chavo bajó la vista. Era lo suficientemente inteligente como para no buscarse más broncas, así que farfulló una especie de disculpa que no llegué a escuchar mientras seguía esquivando la mirada intensa del maestro.

Al parecer la bestia ya se contentó, porque el profesor volvió al pizarrón para escribir sobre la obra de Shakespeare que había mencionado um momento antes. Escribía con una letra pulcra, recta y exacta.

Unas punzadas, ahí cerca de mi pelvis. Dios mío, cómo era posible que mi vejiga siempre tuviera el peor timing imaginable. Pero no iba a entrar en pánico, ya venía preparado. Abrí la mano izquierda y repasé las palabras que había meticulosamente reescrito ahí en la palma, moviendo la boca en silencio en preparación para pronunciar aquellas extrañas palabras extranjeras. Al cabo de un ratito pregunté:

—¿Eh, señor?

El aludido giró para encararme, tiza en ristre.

—¿Sí? ¿Qué quieres?

—¿Puedo ir al baño?

—¿De nuevo? ¿No que fuiste el otro día?

—No, en realidad nunca fui porque no sabía cómo preguntarlo el alemán… Pero de hecho, investigué y ya sé cómo decirlo —dije con cierta esperanza cauta.

—Vaya, vaya… A ver si te sale.

Carraspeé y me puse a leer la frase clave:

—Eh…  Kann ich auf die Toilette gehen?

Quién carajos sabe si lo pronuncié bien, pero resultó entendible para el profesor y eso era lo importante. El indicio de una sonrisa satisfecha se insinuó en su rostro.

—Muy bien, me has sorprendido.

Me emocioné, ni fue tan difícil como pensaba.

—Pero…. —volvió a decir el profesor, arqueando una ceja—, ¿me lo puedes volver a preguntar, esta vez en klingon?

—Este…. no, no creo.

Me bajó el ánimo como un globo que se queda de pronto sin helio.  ¿En klingon? ¿Era en serio? Esa lengua era de una seria de televisión de los años sesenta, ni siquiera existía. ¿Cuál era el puto problema de ese pinche ruco sádico?

—Bueno, ya sabes, cuando lo sepas decir en klingon podrás ir.

—Pero la vez pasada usted no mencionó el klingon, solo el alemán. ¿Eso no cuenta?

—Claro que cuenta, bagre, pero simplemente no mencioné los demás requisitos.

—¿Y cuáles son? ¿Hay otra cosa que debo hacer?

Sonrió como un gato de Cheshire jugando con un ratón indefenso antes de devorarlo.

—Buena suerte con su búsqueda, caballero.

Ya sé lo que están pensando, ¿por qué rayos me esforcé tanto solo para ir al humilde escusado? ¿Y qué rollo con ese profesor, no tenía nada mejor que hacer que hacernos andar con interminables rodeos a cada rato? No tengo una respuesta definitiva a la segunda pregunta, pero sí a la primera. La verdad es que probé varias estrategias, con diversos grados de éxito. Empecé a hacer mis necesidades durante la clase que directamente precedía a la clase con el doctor, pero igual a veces tenía ganas de volver solo una hora después. Traté de eliminar el café de la mañana, pero una vez volví a caer dormido sin querer y me perdí dos clases matutinas. Un fracaso que no quería repetir. Intenté tomar menos agua durante el día, pero mi orina se volvió de un tono muy oscuro hasta el punto de ser perturbador, además padecía de una sed implacable. Quién sabe, a lo mejor tenía algún problema de salud y debí haberme hecho un chequeo médico. O quizá mi proprio cuerpo simplemente quería joderme.

Como no dieron frutos mis intentos de reprimir esas incesantes ganas de orinar, puse manos a la obra. Peiné el internet en busca de un traductor para una lengua que ni siquiera existía en la vida real, y que solo hablaban los individuos de una raza ficticia de Star Trek. Me sentía un poco ridículo, pero igual me di cuenta de que el reto de ir al escusado me gustaba. Me divertía. Así que no tardé mucho en dar con la frase clave que tanta falta me hacía.

Al día siguiente, mientras el profesor trataba en vano de explicarnos la diferencia entre affect y effect, volví a levantar la mano. Esta vez con más confianza.

—Disculpe, señor, ¿puedo ir al baño?

—¿Tú otra vez? —bufó el maestro, incrédulo.

—Sí, señor, ya sé cómo decirlo tanto en alemán como en klingon.

—Ok, muchacho, a ver si es en serio. Dímelo en klingon.

Tragué saliva y humedecí mis labios, preparando mi aparato vocal.

chay’ jIcheghlaH’a’?

Medio me ahogué al intentar concatenar tantas pinches consonantes en una frase tan corta, pero lo dije. Y lo dije bien, al parecer, porque una extraña sonrisa empezó a dibujarse en el rostro del profesor.

—Vaya, alguien hizo muy bien las debidas investigaciones. Buen trabajo, muchacho. Felicidades, ahora tienes permiso para pasar al baño.

¿Era verdad? Me costaba creerlo, pero el semblante del maestro delataba el centello de un incipiente respeto mutuo. Era un hombre de palabra, después de todo.

Dejé mi lápiz en el pupitre y eché a andar hacia la salida sacando el pecho, cual gladiador triunfal que sale del coliseo. Podía sentir las miradas de mis compañeros que me veían con cierta admiración. Lo había logrado, por fin.

Aún recuerdo aquel viaje al escusado como el más satisfactorio de mi vida. Fue un chorro dorado de la victoria. Ustedes pueden burlase de eso si quieren, pero hay que disfrutar de los pequeños éxitos en la vida. Yo siempre lo he hecho.

Pasaron los días, las semanas y luego los meses, y ya por fin me gradué de mi primer año y de la clase con el Dr. Becker. Curiosamente, al volver a la escuela después de las vacaciones de verano, noté un marcado cambio en el comportamiento de aquel profesor irascible. Empezó a saludarme cuando pasaba por en frente de su aula, siempre con una sonrisa genuina. Hasta chocaba las manos con sus antiguos alumnos al cruzárselos en los pasillos. A veces nos animaba con palmadas en la espalda. Me costaba creerlo, pero caí en la cuenta de que no era tan sangrón como daba a entender en su clase. Eso solo era un personaje, un papel que interpretaba para fastidiar a los del primer año. Una especie de desafío para los novatos cada semestre. Y ahora todo empezó a tener mucho más sentido. O sea, ¿quién diablos sabe frases de viajero en una lengua alienígena y ficticia?

Creo que en el fondo, lo que quería era que nos uniéramos ante un desafío común, que nos viéramos como capaces de superar las pequeñas adversidades. O quizá simplemente que no durmiéramos como lirones babosos durante lo que de otro modo habría sido una clase de lo más aburrida. Sea como sea, me dio mucho gusto ser el primer klingon de la historia en pisar aquel baño de humanos latosos.

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