El nashviliano

El nashviliano es un fenómeno nuevo. Aunque esta ciudad en el corazón de Tennessee se fundó en 1806, basta con preguntar a un puñado de sus habitantes al azar para darte cuenta de que nadie es realmente originario de esta urbe. Al llegar a la tienda U-Haul para rentar un camión de mudanza, el señor gruñón que te atiende siempre muere de ganas de informarte que cada día entre ochenta y cien fulanos como tú se mudan a Nashville al día. Estudiantes, hípsters, turistas vestidos de vaquero y baristas de Starbucks que aspiran a ser estrellas de música, todos vienen a la ciudad en tromba en busca de sus sueños y alcohol, superando en número a los pocos individuos que podrían llamarse los verdaderos lugareños. Hasta el gentilicio nashviliano es una invención reciente que debe su existencia a la creciente población de inmigrantes latinoamericanos.

Como es de esperarse, el requisito más importante para considerarse un nashviliano es ser oriundo de alguna ciudad que no sea Nashville. Sin embargo existe una marcada diferencia entre cómo se portan los citadinos que vienen del sur del país y los que vienen del norte. Los sureños inevitablemente llegan a Nashville porque están huyendo de sus aburridos pueblos natales y los rednecks que los habitan (para los que no sepan, los rednecks son los pueblerinos que suelen mantener una carcacha oxidada en su patio delantero como adorno, posiblemente se casen con sus primos y hablan lento porque piensan lento). Para evitar que la gente los confunda con los rednecks, los refugiados que vienen del sur suelen renunciar a todo vestigio de la cultura sureña (aparte del placer culposo de la comida grasosa, claro). En cambio, los recién llegados del norte no tienen este bagaje; de hecho les encanta todo lo que tenga que ver con el sur, les parece “exótico”. Suelen esforzarse para adoptar un acento sureño exagerado, utilizando regionalismos como la palabra y’all (que quiere decir “todos ustedes”) y hasta el desafortunado modismo all y’all (todos todos ustedes).

 Hay sólo dos requisitos más para ser un verdadero nashviliano. En primer lugar uno debe ser joven —los jeans ajustados negros y bigote de hípster se ven aun más ridículos cuando ya tienes canas y una panza cervecera—. La otra obligación es que uno tiene forzosamente que poseer un automóvil.

El nashviliano es un pésimo conductor. No se debe, como en algunos otros países, a que no hay ley de tráfico que se respete y que reina el caos, sino a que el nashviliano no sabe a dónde va. Como recién llegado a la ciudad, no comprende el laberinto de carreteras que serpentean por la metrópoli ni cómo puede ir por una calle en un sentido y varios minutos después toparse con la mismísima calle que va en una dirección completamente diferente. Como consecuencia, el nashviliano depende demasiado de su sistema de GPS. Es de lo más común, cuando uno va por la autopista, ver a un conductor en el carril más a la derecha cruzar dos o tres carriles a la vez para tomar una salida a la izquierda, felizmente ignorando los cláxones que suenan detrás de él o incluso osando a pintarles dedo. Quizá uno pensaría que problemas así podrían evitarse si se utilizara el transporte público, pero no es así. A pesar de que la población de unos dos millones de habitantes bien podría merecer un sistema de metro, tal cosa sigue siendo una fantasía. Y aunque hay un sistema de autobuses, nadie en su sano juicio confía en el puñado de personajes estrafalarios que se encuentran hablando solos en estos camiones de mala muerte. Resignado, el nashviliano acepta su destino de permanecer siempre en un embotellamiento mientras el gobierno local trata inútilmente de expandir las rutas equivocadas, iniciando proyectos de construcción interminables que sólo sirven para generar más atascos.

Para los habitantes de esta ciudad, hay sólo un alivio del tráfico y construcción incesante: la nieve. Al instante que un solo copo de nieve toque el suelo, por inocuo que parezca, toda la ciudad se cierra. No hay escuela que tenga clases, ni oficinista que vaya de mala gana a su despacho, ni supermercado que tenga pan y leche (nadie sabe por qué estos siempre son los primeros elementos de la canasta básica en desaparecer). A diferencia de las ciudades del norte, en Nashville sólo nieva unas dos veces al año, por ende el gobierno no se toma la molestia de invertir en una infraestructura para combatir el hielo. Por falta de experiencia, los conductores no saben cómo manejar sobre esta sustancia resbalosa y traicionera ni ponen cadenas en las llantas para mejorar su agarre como lo hacen los norteños. El colectivo de nashvilianos, impulsado por una combinación de miedo irracional y flojera, simplemente se pone de acuerdo para que toda la ciudad tome unas vacacioncitas durante unos días. No importa que haya gente que podría trabajar sin conducir, todo el mundo deja sus labores y se enfoca en tirar bolas de nieve o construir muñecos de nieve (y de lodo si el otro material escasea, no es que nieve tanto).

Al nashviliano le fascina tanto esta agua congelada y resbaladiza que su deporte favorito es el hockey. No se sabe si esta afición sea por la asociación con las vacaciones inducidas por las nevadas, la imposibilidad de jugarlo afuera durante el 99% del año, la brutalidad de las peleas en la pista o simplemente porque la ciudad tiene un buen equipo de hockey mientras sus equipos de todos los demás deportes apestan. Las camisetas amarillas del equipo se han hecho tan emblemáticas de Nashville como el Batman Building (el rascacielos con dos antenas que se parecen a las orejas puntiagudas del susodicho superhéroe), la música country y el hot chicken.

Posiblemente te preguntarás ¿qué es el hot chicken? Desde hace unos años, hay una campaña publicitaria a escala nacional para convencernos de que este plato es un manjar que únicamente se puede conseguir en la ciudad de Nashville, como si los nashvilianos fueran los únicos seres humanos en el mundo mundial a los que se les ocurrió la idea de freír pollo y echarle alguna salsa picante al rebozado. En Hattie B’s, el restaurante que ayudó enormemente a popularizar el plato y se ha convertido en una especie de referente culinario, siempre hay una fila interminable que serpentea por la calle afuera sin importar la hora del día. Ahora hasta “impostores” hay. Al encender la televisión o navegar por Internet se pueden encontrar anuncios de franquicias como KFC que intentan seducir al público con imágenes de suculentos muslos de pollo etiquetadas con el nombre Nashville Hot Chicken. Como respuesta, los creadores de las originales y tan codiciadas recetas de pollo picante han decidido agregar una capa de complejidad al plato original, algo que al parecer creen que nadie jamás podrá igualar: una rebanada de pan blanco y pepinillos. Sí, unos humildes pepinillos. ¿Será este sándwich de pollo y pepinillos tan único, divino y exquisito como proclaman? Tú dirás.

El último y quizás más importante aspecto del nashviliano prototípico es su manera de emborracharse. Tanto a los habitantes como a los visitantes de esta ciudad les encanta el alcohol, en todas sus formas. La cerveza artesanal, el whisky, el vodka, el tequila, todos tienen su lugar en las fiestas, pero lo que más llama la atención es la manera en que se toma este alcohol (aunque no esté a la altura de los enemas de alcohol de los knoxvilianos vecinos).

Todo comenzó con los turistas. Es de suponer que uno de los primeros en visitar esta ciudad descubrió, probablemente sin querer, que toda bebida sabía mejor mientras tenía puesto un sombrero. Que el mero hecho de ponerse botas vaqueras y berrear canciones country mientras estaba achispado le daba una alegría profunda e inexplicable. Rápidamente una nueva tendencia vaquera se esparció, atrayendo a una miríada de turistas ataviados como campesinos. Pero la cosa no terminó ahí, luego los turistas se dieron cuenta de que cualquier temática bastaba para amplificar los efectos alegres del alcohol. De pronto las calles se llenaron de bares rodantes con forma de buses, tractores, bicicletas enormes e incluso carros fúnebres que prometían pachangas que hasta los fantasmas envidiarían. No es por nada que esta es la capital nacional de las despedidas de solteras.

A final de cuentas, ¿quién es el nashviliano típico? Él puede definirse tanto como la prometida tomada que hace diabluras con sus amigas mientras tambalea por la calle Broadway como el conductor de Uber exasperado que sólo espera que ésta no vomite en su auto. El nashviliano es aquel que llega a una ciudad desconocida en busca de sus sueños, o a falta de eso, de whisky.

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